La crisis sanitaria y económica desatada por la pandemia del coronavirus COVID-19 plantea la necesidad de transformar el actual régimen alimentario, dominado por grandes intereses económicos, para garantizar nuestro derecho humano a producir y consumir alimentos sanos, libres de plaguicidas y otros contaminantes.
El actual régimen alimentario neoliberal privilegia el mercado más que la salud humana y la protección de la naturaleza. Cualquiera puede comprar una amplia variedad de insecticidas, herbicidas, fungicidas y otros agrotóxicos sin ningún tipo de restricción o receta agronómica, a diferencia de otros países.
La lógica que domina las decisiones empresariales se orienta a reducir costos y obtener una tasa de ganancia, para competir en el mercado. Su preocupación principal es que por el uso de estos agrotóxicos, su producto sea rechazado al exceder los límites máximos de residuos fijados como tolerables, sobre todo si va a exportarse.
En el mercado nacional hay plaguicidas prohibidos en otros países, y las inspecciones para verificar que los niveles de tolerancia de los venenos se cumplan son casi inexistentes. De este modo, productores, comunidades rurales, trabajadores agrícolas, consumidores y demás seres vivos estamos expuestos a un cocktail de residuos de plaguicidas con efectos dañinos agudos y crónicos (probable causa de cáncer, daños reproductivos y alteraciones hormonales, entre otros).
Los efectos sinérgicos de esta exposición múltiple y crónica a residuos de plaguicidas en los alimentos no se consideran en los protocolos de evaluación que autorizan la entrada de los plaguicidas al mercado, ni en los que fijan las ingestas diarias admisibles –se establecen evaluando un solo ingrediente activo, no la fórmula completa, en un solo cultivo–, sin reparar en cómo pueden potenciarse al estar expuesto a una mezcla de residuos. En este régimen alimentario neoliberal corremos tales peligros sin estar informados; no se reconoce nuestro derecho a saber qué plaguicidas se usan, dónde se aplican, su volumen y peligrosidad. Los riesgos se invisibilizan y la información se mantiene oculta, lo que dificulta el debate público. Las ganancias se acumulan en beneficio de empresas transnacionales, que además tienen el control de las semillas y orientan el agronegocio a la exportación, mientras que los daños se socializan, afectando bienes comunes, agua, aire, suelo, polinizadores…
La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) recomendó a las autoridades de agricultura, salud y medio ambiente elaborar programas de reducción del uso y prohibición progresiva de plaguicidas de alta peligrosidad con objetivos y metas medibles y monitoreables (Recomendación 82/2018), pero eso está lejos de cumplirse. Los grandes intereses del agronegocio y la industria de plaguicidas se oponen y ejercen una gran influencia en el titular de la Secretaría de Agricultura y en la Oficina y el Jurídico de la Presidencia.
En contraste, la Semarnat y la Comisión Federal de Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris) han dado señales de su voluntad política de cambio al aplicar el principio precautorio y promover la prohibición de algunos plaguicidas, entre ellos el glifosato. Hay, además, un grupo formado por integrantes de diversas secretarías, interesado en propiciar un sistema agroalimentario y nutricional justo, sustentable y saludable. La Subsecretaría de Prevención y Promoción de la Salud, a la que ahora está adscrita la Cofepris, debería dar continuidad e impulsar las tareas para cumplir con las recomendaciones de la CNDH.
El futuro de una alimentación saludable no está en las cadenas agroindustriales, que depende de insumos tóxicos y sólo produce 30% de los alimentos del mundo, sino en la agricultura campesina y la de los pequeños productores, que aporta 70% del alimento del mundo con sólo 25% de los recursos, según los cálculos de Vía Campesina y del Grupo ETC.
Afortunadamente, es posible producir alimentos sin venenos. Así lo demuestra la historia de 10 mil años de la agricultura, que precedió a la industria química de los agrotóxicos. Y el rápido crecimiento de la agricultura orgánica que, de acuerdo con datos de la Federación Internacional de Movimientos de Agricultura Orgánica (IFOAM, por sus siglas en inglés), en 2017 se practicó en 70 millones de hectáreas por casi 3 millones de agricultores de 181 países. Para México, reportó que fueron 210 mil productores en 674 mil hectáreas.
Un número que excluye las crecientes experiencias productivas no certificadas orgánicamente, pero que se realizan con prácticas agroecológicas de diversificación de los sistemas agrícolas y formas de certificación participativa. Apoyar esta transición agroecológica del sistema alimentario, proteger la vida, desarrollar una ética del cuidado a nuestro prójimo y a la tierra es el reto. •