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Soledad y compañía
S

egún la sabiduría popular, se conoce a un amigo cuando se hace presente en las buenas y en las malas, y en este sentido, así como he procurado hacerme presente con mis amistades tanto en las buenas como en las malas, puedo asegurar que, a mi vez, he sido muy afortunada, pues mis amigas y mis amigos se han hecho presentes tanto en mis buenas como en mis malas.

Tengo por circunstancias malas la pérdida de un ser querido, los accidentes de los que cualquiera puede ser víctima, la enfermedad, bueno, también, los asaltos, los robos, los secuestros, etcétera, y sin descartar, por supuesto, algún delito que tú hubieras cometido y que hubiera dado contigo en la cárcel. Así, puedo asegurar que, cuando un amigo, una amiga, ha sufrido cualquiera de las circunstancias malas que menciono, o alguna otra que se me hubiera escapado mencionar, de un modo o de otro me he hecho presente ante mi amigo, ante mi amiga, así como, de igual modo aseguro que, cuando quien ha sufrido casi cualquiera de las circunstancias malas que menciono, o alguna otra que se me hubiera escapado mencionar, he sido yo, igualmente confirmo que amigos, amigas, a su vez se han hecho presentes siempre en la circunstancia mala que fuera por la que yo hubiera tenido que atravesar.

Quiero decir que, cuando involuntariamente he fallado en presentarme ante un amigo que atraviesa una circunstancia mala, me he sentido tan culpable que, en cuanto me ha sido posible, y con tal de no perder al amigo he procurado reparar la falta, de la manera en la que buenamente hubiera podido. Que un amigo falle conmigo y no se presente a tiempo en la circunstancia mala por la que yo atraviese, ni tampoco procure reparar la falta cuando y como buenamente pueda, para mí ha sido la prueba, definitiva y lamentable, de que no era mi amigo, después de todo, lo cual, en consecuencia, por otra parte, para mí ha significado que lo que en realidad sucedió fue que perdí a un amigo, ¡Ay!

Gratamente afirmo que, a lo largo de los años, a lo largo de las circunstancias, han sido más los amigos cuya amistad se ha reforzado que los amigos cuya amistad he perdido. Bueno, quizás esta fortuna se deba a que, con tal de no perder la amistad, tanto amigas y amigos como yo misma hemos evitado condicionar la relación amistosa a reclamos con cara de autoritarios, como sería pedir cuentas al otro cuando el otro no te ha dado muestra ninguna de haber leído el libro que le recomendaste leer, o no te ha dado ninguna muestra de haber visto la película que le recomendaste ver, o tampoco te ha dado muestras de haber probado el menú o la bebida que le recomendaste probar. Será que de naturaleza soy rebelde y no acepto ninguna imposición, o será que me gusta leer cuando yo quiera o cuando yo pueda el libro que un amigo, una amiga, me recomienda sin condiciones, o será que sé bien que hay de reclamos a reclamos.

Hay reclamos que, más bien, para mí son coquetería pura, que más bien fortifican, robustecen, consolidan y hasta vigorizan la amistad. Lo que sucedió cuando el pasado Día del Carmen mi amiga Carmen protestó porque se me pasó felicitarla. Cómo sonreí al leer su queja, si llegara a queja lo que leí, lo que, más bien, aprecié como una gracia excepcional, tan excepcional que me conmovió. Difícil explicarle que este 16 de julio se me pasó felicitarla debido a que me encontraba lejos del campanario del Convento del Carmen, a una distancia que en todo caso me impedía oír el repiqueteo de las campanas que desde el amanecer llaman a recordar a la Virgen del Carmen.

Hay ocasiones extraordinarias en las que se conoce a un amigo al que, hasta ese momento, sólo considerabas amigo heredado. Me sucedió el pasado 4 de agosto, día de la explosión en el puerto de Beirut, cuando desde Japón, su país, por teléfono Midori Iijima se solidarizó conmigo, descendiente de emigrantes libaneses que soy, y, con su gesto, dejó de ser mi amiga heredada y pasó a ser no sólo una amiga mía directa sino extraordinaria.