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No comparen los cismas de Estados Unidos con la guerra civil en Líbano
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▲ Periodistas recorren un local en el suburbio de Jnah, en el sur de Beirut, que según el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, era un depósito de armas perteneciente al movimiento chiíta Hezbolá. La organización replicó que Netanyahu estaba incitando al pueblo libanés contra Hezbolá como de costumbre.Foto Afp
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ubo un tiempo, durante los años 90 e incluso después de 2000, en que de cualquier país en peligro de caer en caos político o implosión –palabra que detesto instintivamente al igual que epicentro– se decía que estaba en riesgo de libanizarse. Yibuti se convertiría en el Beirut del cuerno de África, y los Balcanes, inevitablemente, serían objeto de libanización. Por un momento, las pequeñas guerras civiles –Tayikistán, Ucrania– pudieron balcanizarse. Pero la mítica Suiza de Medio Oriente, ese Beirut del paraíso y el infierno, siempre regresaba poco a poco. Para ser un país que durante década y media después de concluir oficialmente su guerra civil imitó al ave fénix, esto era muy injusto.

Pero ahora, Beirut está de nuevo en el registro internacional de locura, irracionalidad política, corrupción y violencia. ¿Con qué se le compara esta vez? Con Estados Unidos, por supuesto. Los pobres libaneses no merecen esto. La política estadunidense hacia su pequeño país y el servil apoyo de Washington hacia las habituales invasiones de Israel, han contribuido mucho a producir la tragedia de Líbano. De seguro, la presidencia de Trump y lo que se prevé como sus escandalosas secuelas –un trumpismo permanente mientras el ejército estadunidense decide si defiende o ataca a la Casa Blanca en noviembre– ha devuelto a Beirut al tablero de los lugares comunes.

Entra, por tanto, un amigo a quien juré hace un par de semanas no volver a mencionar… por lo menos en los siguientes seis meses: El mensajero imperial del New York Times, Thomas Friedman. Tom y yo compartimos algunas historias en los 80 cuando ambos cubríamos la guerra civil libanesa, hasta que a él lo enviaron a Jerusalén y dejó Beirut. La semana pasada regresó con mucha determinación… al menos metafóricamente. En CNN pregonó una ecuación clásica que se ve bien, pero no tiene mucho sentido, y que todo mundo recordará más tarde.

Como saben, comencé mi carrera como periodista cubriendo la segunda guerra civil en la historia de Líbano, dijo Friedman a Anderson Cooper, y estoy aterrado de encontrarme al final de mi carrera como periodista cubriendo la segunda guerra civil en la historia de Estados Unidos.

Cooper le preguntó retóricamente: ¿En verdad lo cree?, y claro, Tom reiteró que las aseveraciones de Trump –en cuanto a que no llevará a cabo una transición pacífica del poder– pueden llevar al país a una segunda guerra civil.

Olividemos por un momento que sólo una vez en la historia de Líbano –mucho después de que Tom se fue de ahí– el país tuvo dos primeros ministros rivales uno de los cuales, por casualidad, es el actual presidente (y tiene el apoyo de Siria). Originalmente fue expulsado a bombazos de su palacio en 1990 –y aquí vamos de nuevo– por los sirios.

Pero no importa, Friedman se sumergió de nuevo en las calmadas aguas de Levante en septiembre, sólo un mes después de que se dedicó a emular a Casandra con sus catastrofistas predicciones sobre Trump, cuando comparó la profundamente desconfiada reacción de los libaneses a la explosión de nitrato de amonio que devastó varios distritos de Beirut con la reacción de estadunidenses al Covid-19 . “Como en Medio Oriente –anotó el mensajero imperial– cada vez más, en Estados Unidos todo es político, incluso el clima, incluso la energía, incluso el uso de cubrebocas en la pandemia”.

Pero luego se embarcó en una crítica desproporcionadamente injusta a la historia reciente de Líbano y culpó a la naturaleza sectaria de la sociedad libanesa de la mayoría de las desgracias del país. Agregó que los dos partidos políticos estadunidenses se asemejan a las sectas religiosas que se disputan el poder, esto fue incluso antes de la compulsiva perorata presidencial del martes en el debate.

“Ellos (los libaneses) llaman a los suyos ‘chiítas, sunitas y maronitas’ o ‘israelíes y palestinos’”, escribió Friedman. “Nosotros llamamos a los nuestros ‘demócratas y republicanos’, pero los nuestros ahora se comportan como tribus que creen que deben triunfar o morir”. Bueno, hasta cierto punto, Lord Copper*.

Existen dos elementos faltantes en estas matemáticas simplistas. La segunda guerra civil libanesa que Friedman cubría estaba íntimamente ligada a la tragedia de los refugiados palestinos, de los cuales 350 mil vivían en campos de refugiados en Líbano en ese momento. Sin esta población desposeída, el sectarismo pudo haber sobrevivido sin conflicto –y sin las matanzas de Sabra y Chatila que Friedman cubrió en 1982.

La invasión de Israel a Líbano ese año –cuyo objetivo era obligar a los palestinos a huir a Siria y cementar así a la minoría cristiana maronita en el poder– costó 17 mil vidas, casi 9 por ciento del total de muertos de la guerra civil, cosa que Friedman dejó fuera después de esa breve mención de los israelíes y palestinos.

No me sorprende porque actualmente la más obvia comparación política entre Medio Oriente y Estados Unidos es la que surge entre los palestinos y afroestadunidenses. Sé bien que unos luchan contra el nacionalismo y otros contra el racismo, pero sin importar cuánto los israelíes y sus supuestos amigos traten de manchar a quienes sugieren que existe un paralelismo entre un policía blanco disparándole a un afroestadunidense y un policía israelí disparándole a un palestino, tanto los hombres y mujeres negros en Estados Unidos como los palestinos tienen una demanda en común: su dignidad y sus derechos humanos.

Los negros en América fueron desposeídos de sus tierras cuando sus ancestros fueron esclavizados hace 400 años. Los palestinos fueron arrancados de sus tierras apenas hace medio siglo. Pero ambos tienen reclamos legítimos con mucho en común. Apenas fue sorprendente que quienes respaldan el movimiento propalestino de Boicot, Desinversión y Sanciones, dieron su apoyo de corazón a Black Lives Matter.

De la misma forma, es imposible no ver las reacciones personales de muchos negros americanos a la tragedia palestina. En muchos viajes a Estados Uidos, siempre que hablo con una persona negra sobre Medio Oriente, el 100 por ciento me ha expresado su empatía y pesar por los palestinos. Siempre hablan con conocimiento, sinceridad y genuina preocupación de Cisjordania, Gaza y la diáspora de refugiados palestinos. Por otra parte, la mayoría de los estadunidenses blancos, incluidos, claro, muchos judíos, casi siempre responden con alarma ante cualquier discusión directa sobre los palestinos. Saben que criticar a Israel tiene un precio.

Pero nada de esto, al parecer, es digno de discutirse durante las elecciones en Estados Unidos. Me pregunto por qué. Y aunque Friedman se enfrasca en cuestiones religiosas de Líbano, no ha hecho hincapié sobre la dolorosa influencia de los cristianos evangélicos en Trump y su apoyo por Israel. Esto no es tema de discusión durante la campaña electoral estadunidense, en la semana del maratón de gritos trumpistas, y ciertamente no es tema tampoco en ninguna columna de un periódico de Estados Unidos. Pero es central en la política nacional (si es que existe una criatura así en Trumplandia) de Medio Oriente.

Sí, todos sabemos que la educación, la salud y el empleo vienen primero en las elecciones estadunidenses, como ocurre en la mayoría de las democracias. Pero si vamos a discutir el futuro de Estados Unidos en relación con la estructura de una nación trágica y rota como Líbano, hablemos de las verdaderas lecciones que deben aprenderse de Medio Oriente. Si ahora todo es la política en Estados Unidos, como sostiene Friedman, debemos decir la verdad sobre la sangrienta historia de las tierras que el próximo presidente encontrará –inevitablemente– encabezando la lista de peligros potenciales en los meses por venir.

Debo agregar que Tom sigue siendo un buen amigo. De hecho, meses antes de que el Covid-19 nos envolviera a todos, Friedman y yo aparecimos, aunque no compartimos escenarios, en una feria del libro en la costa este de Irlanda. Nos vimos para un café dominical en un pequeño comercio local donde me expresó su desprecio por la falta de confianza que le inspira Trump (no suficiente desprecio en mi opinión, pero así es Tom). Cuando ya nos íbamos, me despedí de Mairead, la propietaria del local quien conozco desde hace años. Estaba a punto de presentarle a Tom cuando él le obsequió su sonrisa triunfadora y le dijo: Yo soy el Robert Fisk de Estados Unidos.

¡Dios me libre, eso sí que no se me había ocurrido!

© The Independent

Traducción Gabriela Fonseca

* Personaje de la novela satírica Scoop (1938) de Evelyn Waugh. Lord Copper es un magnate del periodismo, osado pero inepto, con especial interés en cubrir guerras en el extranjero de manera sensacionalista (N. de la T.).