ace mucho que el aire que respiramos es una gran cámara incógnita, un espacio repleto de partículas insomnes que subvierten silenciosamente nuestros cuerpos. Partículas lanzadas ahí por la única ley universal que rige a la sociedad de mercado: la producción de desechos como fin. Porque únicamente si desechamos debemos consumir más, y mientras más se desecha es mayor el vértigo del consumo. Ninguna industria actual (con sus desechos), ningún Estado (con sus omisiones) toma en cuenta que el aire era una bien común. Ahora es un banal tiradero, una cámara de gases y elementos venenosos que atascan nuestros sentidos, que inhabilitan las más elemental de las sustancias que nos habitan.
Durante la pandemia actual, un nuevo inquilino ha poblado esa sustancia: el Covid-19. Un inquilino invisible y fatal, digno de la atención del planeta, del que se cree nos acecha por doquier. Es la llamada de una mutación en nuestra más próxima cercanía. Ahora se trata de un aire que pensamos irrespirable y del que huimos o pretendemos huir. Todos los gestos barrera (el cubrebocas, el distanciamiento, el autosecuestro ...) están para testimoniarlo. Una mirada a la microfísica de esa intimidad arroja-ría la verdadera geografía donde ese cerco imaginario y real pone la vida en trance: hijos atrapados durante meses con sus padres y viceversa; parejas que descubren que la estrechez es la otra manera de lo irrespirable; la devastadora muerte de alguien cercano; la parálisis de quien súbitamente perdió el ingreso o quebró; el paso de la aglomeración en casa al abandono; escuelas clausuradas y niños y adolescentes recluidos en cuatro muros. Casi aprisionados. En su intimidad más elemental, nadie saldrá ileso de esta reclusión.
Por doquier se escucha a gobiernos, políticos y empresas haciendo llamados a salir. A poblar las calles y los centros de consumo de nuevo. Y nadie o casi nadie parece escucharlos. La economía se derrumba y la población permanece impávida, indiferente al derrumbe. En Alemania, donde el índice de defunciones es menor que el de cualquier contagio convencional, la gente no regresa a las calles, ni a los cafés, ni a los malls. Tampoco en Uruguay, ni en Austria, ni en Australia. No retorna a la vorágine que dividía la vida entera en trabajar y en salir en búsqueda de placer (ir a consumir, a la cantina con los amigos, a restaurantes, al cine, al estadio deportivo, etcétera). Trabajo y placer: tal parece ser que la delirante división de las vidas cotidianas que distinguió a la modernidad tardía. Y súbitamente, la segunda mitad de este orden simplemente se desplomó.
Los nudos de tráfico que de nuevo enhebran a la ciudad o las aglomeraciones de gente en los centros donde se abastece al comercio, son porque el trabajo los llama. A los que lograron preservarlo. Pero ninguna señal de retorno a los viejos hábitos de consumo desaforado (para quien contaba con recursos) o apenas consumo desesperado (para los más pobres): los restaurantes están prácticamente vacíos, los cines despoblados, los bares somnolientos de tanto vacío, el turismo recluido en unos cuantos confines, los centros comerciales abandonados.
La pregunta es si la gente –la población en general– no atraviesa por un estado de desgano generalizado, por una suerte de llana indiferencia a lo que daba –o abotagaba– el sentido de sus vidas hace unos cuantos meses. Consumir por placer, consumir para aislarse, consumir como paréntesis que interrumpen formas de trabajo en su mayoría inocuas, que no dignifican a nadie.
Vivimos acaso un estado de desmovilización general frente a la razón de ser de la lógica elemental del capital: la seducción producida por el fetichismo de sus creaciones. La primera interpretación de esta retracción general es que la gente tiene miedo. Miedo a contagiarse. Al aire que súbitamente se volvió de tóxico en irrespirable. Pero es una explicación banal. En Estados Unidos, en México o en Brasil es comprensible que la población tema el contagio. ¿Pero en Austria, España, Canadá, Uruguay, Japón…?
Tal vez asistimos a la primera huelga involuntaria, no declarada, ni siquiera pensada contra las formas de vida del incandescente consumo. Sería una auténtica revolución, la más profunda de todas, la kryptonita de la sociedad del mercado. Una revolución provocada por un hecho elemental. Todo el poder virológico, la nueva forma del poder soberano, está fundado en inducir a la población a su propio autocontrol. Es decir, en una forma de metacontrol. Pero la deriva de todo control es que vuelve inánime al sujeto que pretende controlar. Le quita la fuerza y el espíritu. Lo llena de tristeza. Este sujeto es inservible para los vértigos del mercado. Pero a la vez resultó en su deriva en una situación de excepción.
Pedro Serrano, el poeta, advirtió que el furor de los años 20 después de la Primera Guerra Mundial tal vez provino del enclaustramiento provocado durante tres años por la gripe española. Igual podría suceder en los años 20 que nos aguardan. Y, sin embargo, quedará la pregunta por la desmovilización actual como un acto acaso profético.