na de las consecuencias, en apariencia frívola, de la pandemia es la caída del comercio del bilé o lápiz labial. En apariencia solamente, pues esta notable baja de la compra de bilés esconde, tras los tapabocas, un fenómeno más grave. Una mujer puede preguntarse por qué pintar de rosa pastel o rojo carmín sus labios si nadie podrá contemplarlos escondidos tras la mascarilla. Y es raro que una mujer se pinte la boca cuando no sale de casa, a menos de una cita amorosa o una fiesta (hoy rara a causa de todas las precauciones obligadas contra el contagio) entre amigos recibidos alguna noche. En fin, la boca, antes provocativa, capaz de innumerables expresiones tan variadas como la de la sensualidad o la de la repugnancia, el deseo o el miedo, la boca, pues, ha desaparecido. Y, con ella, la sonrisa.
Después del confinamiento (doble en mi caso, ya que estaba en una clínica de reducación motriz debida a una tentativa de robo, violenta agresión, fractura y operación quirúrgica), hubo un cierto alivio entre los habitantes de París cuando dejaron de ser obligatorias las atestaciones indicando la hora y el motivo del desplazamiento. Las restricciones disminuían poco a poco y los parisienses (como el resto de Francia) pudieron pasearse sin tapabocas, sentarse a una terraza de café… Al fin, se abrieron los restaurantes, pero no las discotecas ni las salas de espectáculos. Los jóvenes, como liberados de la cárcel, querían cantar, bailar, festejar. ¿Dónde reunirse, entonces, durante los atardeceres que alargan el día, entre primavera y verano, si no en los muelles del río Sena y a las orillas del canal de Saint-Martin? Nuevas prohibiciones, pues los contagios resurgían aquí y allá. Pero la crisis económica desatada por el confinamiento pareció ser más grave que la pandemia. Las quiebras de empresas y el desempleo eran alarmantes. Ni modo, la gente debería volver al trabajo sorteando el peligro del coronavirus como pudiera. La política del miedo se impuso. Las mascarillas volvieron a ser obligatorias en los espacios cerrados y recomendadas en la calle. El bombardeo informativo repite a lo largo del día, por todos los medios de comunicación, que el virus sigue ahí, vivo y por mucho tiempo todavía, rondando al acecho de sus víctimas.
Vuelta a los tapabocas, que cubren nariz, pómulos, boca y mentón, es decir, la mitad de la cara. Los rostros enmascarados circulan en las calles. Son escasas las personas que se pasean sin su mascarilla al aire libre. Un mundo extraño se va instalando sin que se tome conciencia clara de sus consecuencias.
Hace unos días, me puse el tapaboca para entrar a una carnicería. Cuando llegué ante la cajera, sonreí sin darme cuenta que ella no podía ver mi sonrisa. Se me ocurrió decirle que le sonreía. Me respondió que ella había dejado de sonreír hacía ya buen rato, pues nadie le devolvía su sonrisa.
En efecto, las sonrisas, incluso las comerciales de vendedores, meseros o cajeras, han desaparecido. Toda una gesticulación facial que era parte esencial de la expresión y el contacto entre la gente se pierde ahora. Las personas circulan aisladas tras sus mascarillas, ausentes.
¿Es necesario recordar que la apariencia es, por paradójico que parezca, lo más profundo del ser? No nos movemos invisibles entre seres invisibles. La sonrisa es fundamental a la vida diaria, esencial para seguir vivos entre vivos. Quien sonríe expulsa la depresión y rechaza la tristeza. Una sonrisa es un acto amigable, un gesto de acercamiento entre seres humanos. ¿Cómo van a aprender sus lecciones los niños ante maestros o maestras enmascarados? ¿Cómo van a comunicarse los adolescentes entre ellos, a una edad cuando el amor despierta, sin sonreír ni ver sonreír? ¿Cómo van a enamorarse los enamorados con la sonrisa callada?
Se habla de futuros tapabocas de plástico, transparentes. ¿Será posible todavía sonreír tras ellos o la gente habrá olvidado la sonrisa, la más noble y alta expresión de humanidad?