a jefa del Servicio de Administración Tributaria (SAT), Raquel Buenrostro Sánchez, afirmó ayer que la estrategia de dicha entidad para cobrar a quienes ahora no pagan impuestos permitirá obtener recursos muy similares a los que traería consigo una reforma fiscal como la propuesta por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), con la ventaja de que no se aumentará la carga sobre los contribuyentes cautivos.
Según la funcionaria, sólo fortaleciendo la inspección fiscal en aduanas y en actividades relacionadas con el comercio exterior acercará 150 mil millones de pesos a las arcas nacionales. Asimismo, existe todavía un amplio margen para aumentar la recaudación entre quienes teóricamente son grandes contribuyentes, pues hasta ahora sólo se ha podido revisar la situación de 650 de un total de 12 mil 500. Este sector, integrado por las personas físicas y morales más acaudaladas, se ha resistido a ponerse al día con el fisco debido a que, como señaló Buenrostro, estaba acostumbrado a simplemente no pagar.
Ante los esfuerzos del actual gobierno federal para aumentar la tributación entre los grandes contribuyentes, y las resistencias de los empresarios nacionales a cumplir con sus obligaciones fiscales, cabe traer a cuento algunas de las ideas plasmadas por el economista francés Thomas Piketty en su más reciente obra, Capital e ideología.
En el libro publicado en 2019, que actualiza su ya clásico trabajo El capital en el siglo XXI, Piketty despliega datos estadísticos duros para demostrar que los enormes recortes y exenciones fiscales concedidos desde la década de 1980 a los poseedores de grandes capitales no sólo explican los niveles actuales de desigualdad, sino que además guardan una estrecha relación con las ínfimas tasas de crecimiento registradas a partir de la imposición del neoliberalismo.
Argumenta, por ejemplo, que entre 1930 y 1980 las llamadas naciones desarrolladas tuvieron impuestos a las grandes fortunas por hasta 90 por ciento de los ingresos, sin que ello supusiera el fin de los millonarios ni del modelo capitalista, mientras el sistemático recorte de esos gravámenes, lejos de traer el prometido crecimiento, lo recortó a la mitad o a un cuarto de los promedios registrados a mediados del siglo pasado.
Tampoco sobra recordar que la generosidad fiscal puesta en práctica por los gobernantes del ciclo neoliberal hizo de México uno de los países de América Latina y el Caribe que menos ingresos fiscales recaudan como proporción de su producto interno bruto (PIB): con apenas 16.1 por ciento, se sitúa sólo por arriba de Panamá, Paraguay, República Dominicana y Guatemala, pero está notoriamente por debajo tanto del promedio regional (23.1 por ciento) como del promedio entre los países que integran la OCDE (34.3 por ciento).
Por lo dicho, cabe saludar que la actual administración federal ponga orden entre quienes se acostumbraron por largo tiempo a eludir el pago de impuestos y, de esta manera, privaron al país de los recursos necesarios para el desarrollo y para la consecución de niveles elementales de justicia social.
Sin embargo, queda claro que no basta con hacer que se cumplan las bajísimas obligaciones fiscales existentes, sino que es urgente repensar por completo el diseño tributario: si se desea detonar el crecimiento y la innovación de que tanto hablan las cúpulas patronales, resulta imperativo poner fin a la brutal concentración de la riqueza y hacer que el capital circule en lugar de sedimentarse.