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¿La fiesta en paz?

Tal vez la pandemia hará que entendamos cosas que antes no podíamos ni imaginar

A

ficionada y escritora, Gale (www.trippolar.com) comparte este aleccionador texto: “Mi familia tiene ganadería desde antes que existieran las fotos. Así que, al menos en mi caso, no es cuestión de elección. Mis hijas van al rancho y sólo una vez fueron a una novillada. Aun siendo la sexta generación de ganaderitas, se ponen a llorar a mares ante la mirada atónita de sus abuelos. Pánico para mí. Ya lo vimos y lo comprobamos. Lo taurino no viene en genética y cada vez es más difícil de explicar. Pero tal vez el Covid hará que entendamos cosas que antes no podíamos ni imaginar.

“Ahora, los toros empezaron como eventos públicos en las calles, donde había mucho más sangre de toreros, de caballos, de toros. Pero eran otras sociedades donde la muerte estaba más presente. Donde tenías 14 hijos, a ver quién pasaba los tres años. Donde la muerte estaba en cada esquina sin penicilina. Y salió una rima. Lo que tú, antitaurino, ves en el ruedo es lo real. Tienes los ojos de una niña de seis años que tiene un perro al que no tolera verlo cojear. Lo que mis antepasados veían es algo completamente distinto y voy a tratar de explicarlo. Tú ves un toro al azar. Todos iguales, nomás de distinto color. Pero aunque todos se llamen toros bravos, hay toros muy mansos, rajones, sosos o bravos. Un ganadero no sabe cómo le saldrá el toro que va a salir al ruedo. Hay quien piensa que hasta lo han entrenado para atacar. Nada más falso. El ganadero sólo ha escogido al mejor semental y lo puso en un potrero con 25 vacas. Todos serán sus hijos.

“Como en la vida, le saldrá uno que otro bueno y otros muy malos. Pero ¿cómo se mide la bravura de un toro? Desde que nace. Un becerro de toro apenas se puede parar y ya embiste. Trata de atacarte por alguna naturaleza extraña porque ni siquiera se puede mantener en pie y se cae. Y cuando se lo llevan a una plaza, lejana al hermoso campo en que creció, donde sólo ve cielo, pasto, liebres y gaviotas. Dice adiós sin saberlo al gigantesco potrero donde ha vivido y es entendible que se enoje porque lo han sacado de su vida repentinamente. Sin aviso lo encierran a un destino que no sabe qué será. Una vez en la plaza, el toro bravo sale no enojado, lo que sigue. Nunca ha visto tantos humanos y tienes razón, antitaurino, ha de estar lleno de miedo, debería de estar paralizado. Pero eso no lo detiene, trata de pegarle a todo lo que encuentra. Ni siquiera sabe de la existencia de sus cuernos que no ha utilizado prácticamente en su vida donde sólo come duerme (y repite). El toro bravo sale con la cabeza en alto, ya buscando quién se la pague. El toro manso tratará de brincar la barda, pensando que tal vez detrás de ella está el lugar conocido.

“Si esta enfermedad es tan fuerte y llega a tanta gente como dicen, habrá personas que huyen y hacen cosas de cobardes sólo por subsistir, y otras que en el castigo, en el dolor y en la lucha, siguen peleando. El toro manso se tira al suelo, aunque la espada apenas lo haya rozado, no tiene interés, ‘ya valió, ya no juego’, su instinto se apagó. Pero el toro bravo, aun con la estocada dentro, no se deja caer hasta que ya está muerto. Y ese instante triste, frío, solitario, enmudecedor, de ver a un toro peleando por su vida con dignidad, con fuerza, con algo invisible que lo hace más que un animal, llega a ser una mezcla de cosas muy difíciles de explicar, cuando la plaza se queda callada y el público se levanta aplaudiendo, y sólo se escucha un grito estremecedor: ‘¡toro, toro!’. El animal más noble, más bravo y con más valor que todos nosotros juntos.”