Domingo 13 de septiembre de 2020, p. a12
La novela Mi madre, de Yasushi Inoue (1907-1991), narra los últimos años en la vida de una mujer que zozobra en la senilidad. Obra emotiva y personal de uno de los autores clave de las letras japonesas del siglo XX, Inoue plasma el imparable proceso que lleva a su madre a desvanecerse en vida, a fallecer y cruzar el umbral definitivo de la desaparición. Es una historia tan vieja como el mundo, una prueba por la que casi todo ser humano ha de pasar: ser testigo de la muerte de aquellos que le dieron la vida. Con autorización del sello editorial Sexto Piso, ofrecemos a los lectores un fragmento de esta narración.
Bajo los cerezos en flor
Uno
Mi padre murió hace cinco años, cuando tenía ochenta. Se había retirado del cuerpo médico del Ejército con cuarenta y ocho años, justo después de que le otorgaran el rango de general, y se había ido a vivir a su pueblo natal, en Izu. Durante más de treinta años se dedicó a cultivar en el pequeño huerto de su casa las verduras y hortalizas que luego comía con mi madre. Había dejado el Ejército a una edad en la que aún habría podido abrir su propia consulta médica, pero no quiso hacerlo. Cuando empezó la Guerra del Pacífico aparecieron numerosos hospitales militares y centros de convalecencia, y como no había suficientes médicos en el Ejército le pidieron en varias ocasiones que se encargara de dirigir alguna de aquellas instituciones. Pero él declinó todas las ofertas arguyendo que era demasiado mayor. Había colgado el uniforme y no parecía dispuesto a ponérselo de nuevo. La pensión que recibía le alcanzaba para comprar comida, pero por entonces los bienes materiales escaseaban. Si se hubiera reincorporado al Ejército como director de un hospital de campaña, la vida de mis padres, que empezaba a rozar el umbral de la pobreza, habría sido probablemente muy distinta. Además de obtener cierta tranquilidad económica, habrían estado en contacto con otras personas, lo que habría supuesto un estímulo en la vida de aquellos dos ancianos.
Cuando mi madre me contó por carta que a mi padre le habían ofrecido un puesto en un hospital de campaña fui a casa para convencerlo de que aceptara, pero al final volví sin haberle mencionado el asunto. Al ver su silueta de espaldas trabajando en el huerto trasero con su ropa de campo remendada, me di cuenta de que había perdido cualquier vínculo con la sociedad. Además, había adelgazado bruscamente después de cumplir los setenta años. Durante aquella misma visita, mi madre me dijo que se podían contar con los dedos de la mano las veces que mi padre había salido de casa des de que vivían en el pueblo. Aunque no se mostraba descortés con las visitas que recibían, jamás iba a casa de nadie. Teníamos tres o cuatro parientes que vivían a pocas calles de distancia, pero nunca los visitaba a menos que alguno de ellos sufriera una desgracia. Salvo excepciones, pues, evitaba incluso salir al portal de su propia casa.
Mis hermanos y yo sabíamos que nuestro padre tenía cierta tendencia a la misantropía, pero todos vivíamos ya en la ciudad y teníamos nuestras propias familias. Durante el tiempo en que ninguno de nosotros tuvo contacto diario con él y nuestra madre, la edad agravó el trastorno de nuestro padre hasta límites que éramos incapaces de imaginar.
Siendo como era, probablemente nunca se le pasó por la cabeza pedir ayuda a sus hijos y en otras circunstancias se las habría arreglado para seguir adelante con su pensión, pero el final de la guerra trajo consigo una situación límite que lo cambió todo, y dejaron de ingresarle la pensión durante un tiempo. Cuando empezó a recibirla de nuevo, el importe había menguado y la moneda se había devaluado. Mi padre aceptaba el dinero que yo le enviaba una vez al mes, aunque estoy convencido de que lo hacía muy a su pesar. Puede parecer una exageración, pero se podría decir que verse obligado a aceptar mi dinero lo mataba por dentro. Mi padre no desperdiciaba nada. Aunque yo le enviaba dinero suficiente para que pudieran vivir sin estrecheces, no gastaba ni un centavo más de lo estrictamente necesario para cubrir sus necesidades más básicas. Una vez terminada la guerra siguió cultivando la huerta, empezó a criar gallinas e incluso hacía su propio miso para no tener que comprar nada más que arroz. Sus hijos e hijas ya éramos adultos trabajadores e independientes, y cada vez que nos reuníamos no podíamos evitar criticar y censurar la extrema austeridad de nuestro padre, pero no conseguimos que cambiara. Queríamos ayudar a nuestros padres para que pudieran disfrutar de una vejez lo más confortable posible, pero ellos no gastaban el dinero que les enviábamos y, si les regalábamos prendas de vestir o ropa de cama, utilizaban lo mínimo y guardaban el resto. Al final, pues, decidimos mandarles sólo comida. La comida se echaba a perder, así que tendrían que comérsela.
La vida de mi padre, que había durado ochenta años, se podría describir como pura
. Nunca otorgó tratos de favor ni se granjeó enemistades. Cuando echo la vista atrás y reflexiono acerca de sus treinta años de aislamiento, me doy cuenta de que no habría podido mancillar su trayectoria vital aunque hubiera querido. Al morir dejó en su cuenta bancaria el importe justo para cubrir los gastos de su propio funeral y el de mi madre. Todo el patrimonio que había heredado al casarse con mi madre y entrar en su familia lo heredé yo –su primogénito– intacto. Al parecer, después de la guerra había vendido casi todos los muebles y enseres domésticos que había comprado mientras servía en el Ejército, así que en la casa no quedaba nada de valor. En cambio, no había extraviado ninguno de los objetos que se iban transmitiendo de generación en generación, como tapices y jarrones. Mi padre no había añadido ni sustraído un solo centavo al patrimonio familiar.
Cuando yo era pequeño, mis padres me dejaron al cuidado de una abuela que fue quien me crió. Aunque yo la llamaba abuela
, no guardaba ningún parentesco conmigo: se llamaba Nui y era la amante de mi bisabuelo, que había sido médico. Cuando éste murió, Nui fue inscrita en el registro familiar como madre adoptiva de mi madre. Aquellas disposiciones se tomaron, como es natural, según la voluntad que mi bisabuelo había consignado en su testamento. Nadie se sorprendió, pues había ten ido una vida muy poco convencional.
Así pues, según el registro familiar, Nui era mi abuela. De pequeño, yo la llamaba abuela Nui
para distinguirla de mi bisabuela legítima, que entonces aún vivía; y de mi abuela, la madre de mi madre. A mi bisabuela la llamaba abuelita
y a mi abuela, simplemente abuela
. No hubo ningún motivo concreto para que me criara la abuela Nui. Entonces mi madre era muy joven, estaba embarazada de mi hermana y no tenía ayuda en casa, así que me mandó provisionalmente al pueblo con la abuela Nui. Me quedé a vivir allí y pasé toda mi infancia con ella. Para la abuela Nui, tenerme a su cargo fue probablemente una forma de consolidar su delicada posición en la familia. Además, le habría resultado muy difícil separarse de mí porque era una anciana solitaria que me quería con todo el corazón. Yo, que debía de tener cinco o seis años, también me sentía muy unido a ella, por lo que es natural que no quisiera volver a casa. Y mis padres no tenían prisa por recuperarme –más aún viendo que yo no quería volver–, porque poco después de mi hermana nació mi hermano.
La abuela Nui murió cuando estaba acabando la primaria. Tras su fallecimiento, abandoné el pueblo y empecé a vivir por primera vez con mis padres y hermanos. Entré en el instituto de la ciudad en la que servía mi padre. Apenas un año más tarde, sin embargo, me vi obligado a abandonar de nuevo el hogar familiar porque destina- ron a mi padre a una pequeña ciudad cercana a nuestro pueblo natal y tuve que entrar en un internado para seguir estudiando.