yer se cumplieron 47 años del golpe de Estado que derrocó y llevó a la muerte del presidente Salvador Allende, destruyó a la democracia chilena de forma tan demoledora que sus efectos se sienten hasta hoy, e instauró la más sanguinaria dictadura que ese país haya padecido en su historia. Aquel 11 de septiembre de 1973, Augusto Pinochet y sus secuaces, respaldados por el conjunto de la derecha chilena y por la Casa Blanca de Richard Nixon, no sólo pusieron fin a un intento inédito de construcción del socialismo por la vía de las urnas y la institucionalidad democrática, sino que inauguraron un nefasto ciclo de dictaduras que asolaron a la mayor parte de América Latina durante las siguientes décadas.
A diferencia de tantos años en que el aniversario de ese triste episodio hubo de conmemorarse en medio de una total falta de perspectivas para las causas de justicia social y democracia verdadera enarboladas por Allende, en esta ocasión Chile llega al 11 de septiembre animado por la esperanza de dejar atrás, de manera real y no sólo supuesta, el nefasto legado pinochetista. Tras más de un año de intensa movilización popular, pausada pero no cancelada por la pandemia de Covid-19, el próximo 25 de octubre tendrá lugar el anhelado plebiscito que permitirá al pueblo chileno decidir si remplaza la constitución heredada de la dictadura. Cabe recordar que la ley suprema del dictador se mantiene como una camisa de fuerza que impide poner en marcha cualquier esfuerzo para revertir el sistema económico neoliberal, un proyecto de restauración del poder empresarial tan agresivo que fue probado por primera vez en una sociedad inerme ante las bayonetas, y que ha convertido a Chile en uno de los países más desiguales del mundo.
En este clima de lucha y posibilidades de cambio, la figura de Allende se ha vuelto un referente ineludible que se acrecienta e inspira a una nueva generación de chilenos. No podía ser de otra forma, pues el presidente fue un ejemplo único de congruencia y compromiso, practicante de una rectitud que no flaqueó ni siquiera ante el ofrecimiento de los traidores de preservar su vida a cambio de dejar la vía libre a la barbarie. Allende, que era médico, desde su temprana juventud rehusó el camino de acumulación de riqueza que permite el ejercicio de su profesión, y se entregó a la práctica y promoción de la llamada medicina social, es decir, de un abordaje sanitario al servicio de la colectividad. A su vez, dicho compromiso lo acercó a la política, campo en el que tuvo una larga y brillante carrera cuyos éxitos se basaron siempre en la cercanía con sus conciudadanos y en una honestidad sin mácula.
Desde hace ya casi medio siglo, el destino de Allende y del gobierno de Unidad Popular que encabezó ha sido eje de agrios debates acerca de la posibilidad de alcanzar los anhelos populares por la vía pacífica, sin confrontar a los estamentos proclives al golpismo, como probó serlo el conjunto de la derecha chilena –incluso aquella que oficialmente se distanció del dictador, pero que en los hechos mantuvo una cómoda coexistencia con el régimen.
Hoy, cuando parece punto menos que imposible conciliar el idealismo y la congruencia con la actividad política práctica, Allende se erige en faro y ejemplo para todos aquellos que luchan por un mundo en que la justicia sea algo más que una mera abstracción.