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Gary Peacock, una sonrisa en el silencio
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▲ Gary Peacock en imágenes captadas de la pantalla del televisor mientras reproduce el devedé Standards II, de Keith Jarrett, Peacock y Jack DeJohnette
 
Periódico La Jornada
Sábado 12 de septiembre de 2020, p. a12

Con Gary Peacock culmina la era de los discretos dioses de la música, esos seres invisibles que construyeron el Walhalla callada, tenue pero firmemente en el firmamento cuyo Götterdämmerung causa estrépito semejante a la caída de rocas colosales mar adentro. El efecto es un sonar, un remedo del canto de las ballenas; metáfora ideal para el instrumento que esos dioses del Olimpo enarbolaron para construir el Universo: el contrabajo acústico.

Gary Peacock es una divinidad cuyas virtudes consisten en causar intensidades antinómicas, aparentes paradojas que juntan los extremos opuestos: hielo y fuego, oscuridad y luz, estrépito y silencio.

La pieza, sublime, titulada Tethered Moon, que grabó en 1997 con Masabumi Kikuchi al piano mientras Paul Motian hacía susurrar los tambores y él entonaba églogas divinas, es el ejemplo más acabado de su genio inconmensurable, su legado.

¿Por qué es un dios callado? Por la naturaleza de su canto: el contrabajo acústico no grita, susurra; no alardea, musita; no mueve a otra cosa sino a la conmoción, al rapto místico, al estremecimiento.

Gary Peacock abandonó el cuerpo físico el viernes 4 de septiembre, pero la noticia fue confirmada hace apenas un par de días. Varios periódicos incurrieron, muchos días antes, en el típico error de publicar rumores, versiones no confirmadas.

De cualquier manera, los medios de comunicación responden al estímulo pavloviano de lo espectacular, lo que impera es la ignorancia y esto incluye a los que guardaron silencio porque ¿quién es Gary Peacock?

Ha muerto un héroe anónimo, como todos aquellos músicos que eligieron un instrumento no protagónico, no espectacular, no vociferante, sino callado: el contrabajo acústico.

Para decirlo pronto: el lugar de Gary Peacock en la historia de la música está junto a Miles Davis, Bill Evans, John Coltrane, Giuseppe Verdi, John Lennon, David Bowie y otros gigantes que sí tienen los reflectores encima. Gary Peacock no los necesita.

Es uno más de la tribu de músicos budistas, como Herbie Hancock, como Lou Reed, como Philip Glass, como Patti Smith.

Vivió en Japón y allá estudió budismo zen, lo practicó toda su vida; estudió también filosofía occidental y transmitió esos conocimientos a sus hermanos Jack DeJohnette y Keith Jarrett, con quienes construyó mandalas durante casi 30 años, los últimos.

Lo suyo era el silencio. Sabía del alto valor del silencio y lo ejercía. Dijo hace poco en una entrevista: Vivo en un lugar de silencio porque amo el silencio: no hay autos, no hay gente, tan sólo el viento que mece los árboles, los pasos de un venado astado, la campana sonriente de una vaca, el murmullo de un arroyo. Acostumbro pasar mucho tiempo en el silencio.

La esencia del budismo zen es el silencio. La sustancia de la música es el silencio. El secreto a voces del milagro de la música de Gary Peacock es el silencio. Un héroe silencioso.

El trabajo de Gary Peacock durante las últimas tres décadas consistió en un rescate histórico: la recuperación del concepto standard como emblema interpretativo, como centro cerebral del gran concepto de la música de todas las eras: la improvisación.

El arte de la improvisación es un concepto filosófico, cuasi gnóstico.

El término standard cayó en lo peyorativo cuando se le asoció con el vocablo cover. A los dos, standard y cover, los medios de consumo desposeyeron de sus valores centrales, entre ellos el arte de la improvisación musical, y terminaron con un sentido peyorativo: si alguien toca un standard o hace un cover, está copiando, no está redactando, casi casi copy paste.

Falso de toda falsedad. En realidad se trata de técnicas musicales elevadas, y de eso se encargaron Keith Jarrett en el piano, Jack DeJohnette en la batería y Gary Peacock en el contrabajo acústico: a hacer del standard una obra de arte. Gary Peacock gustaba en decir respecto de las piezas que así creaban juntos: Son como flores.

También derrumbó el mito del líder, el Zeus, el dictador, el mero mero. Con Jarrett y DeJohnette, Peacock restableció la democracia en la música. La formación de trío, con él, recuperó su señorío.

Ah, y a propósito, no es trío de jazz, porque ese término, jazz, también ha perdido su sentido tradicional y, en cambio, ha creado un aura propia, prístina y dorada. Prefiero denominar música contemporánea a lo que muchos quieren titular jazz porque la síncopa dejó de ser el eje, la espina dorsal, para dar camino a sutilezas, ornamentos, tejidos y nuevas herramientas, en especial lo que hacen los músicos europeos. Y en eso Peacock fue muy europeo.

En los conciertos del mejor trío de música contemporánea de los últimos 30 años, vemos al final a los tres: Keith Jarrett, Jack DeJohnette y Gary Peacock dar las gracias a la manera budista: juntando las palmas de las manos al centro del plexo solar y sonreír.

Porque la concentración budista y su complemento: la sonrisa, constituyeron la contribución mayúscula de Gary Peacock: mediante sonrisas comunicaba la siguiente indicación, el rumbo que debían tomar el piano y la batería en la aventura navegante por la que transitaban los tres.

Una de las muchas maneras de valorar el portento de Gary Peacock consiste en trazar la siguiente línea del tiempo en la historia de la música:

Bill Evans — Paul Bley — Masabumi Kikuchi — Keith Jarrett

Esos cuatro pianistas son epicentros de las mayores conmociones espirituales en la historia de la música. Su característica en común es lo espiritual, todos ellos son autores de músicas meditativas, íntimas, muy íntimas, extremadamente sensibles, delicadas, todas en plenitud de alma.

Y a todos ellos proporcionó Gary Peacock las herramientas para ascender a lo sublime: concentración zen y sonrisas; es decir: alas.

Las piezas más conmovedoramente hermosas de Bill Evans tienen siempre llamado y respuesta en el contrabajo de Gary Peacock. La poesía sublime de Paul Bley contiene siempre el grial: el contrabajo de Gary Peacock. La blancura zen, el silencio explosivo de la música de Masabumi Kikuchi tiene la mirada en blanco: el contrabajo de Gary Peacock. La belleza declamatoria, los arrebatos hímnicos de Keith Jarrett tienen una razón de ser y un fundamento: el contrabajo de Gary Peacock.

Un caso semejante: Charlie Haden, ese ángel con oídos de cristal, como fue definido por el padecimiento en el oído con el que vivió desde niño y que lo hacía escuchar truenos y relámpagos cuando en realidad sonaba apenas un suspiro.

Al igual que Gary Peacock, Charlie Haden creó una revolución desde el silencio. Y ambas revoluciones, las de Peacock y de Haden, fueron atronadoras.

Atronadoras y al mismo tiempo discretas, ambos a bordo de aurigas oscuras y brillantes, nueces flotando en medio del océano: sus contrabajos acústicos.

Invito a usted, hermosa lectora, amable lector, a entrar en éxtasis: ponga usted a sonar, por favor, Tethered Moon, disponible en Spotify y en cualquier otra plataforma digital, que es la manera de escuchar música cada vez más imperante.

Imperiosa, alelante, suprema sensación de ascenso espiritual en automático: está sonando el contrabajo acústico de Gary Peacock.

Y eso es para siempre.

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