n estos días y semanas por venir, las universidades del país han comenzado o iniciarán sus ciclos escolares en circunstancias inéditas, bajo las condiciones más adversas y complejas en décadas.
La irrupción de la pandemia, su larguísima permanencia y los consecuentes estragos económicos y sociales han colocado a las universidades y a sus comunidades, no sólo de México, sino de América Latina, en una situación de emergencia que está poniendo a prueba su creatividad, capacidad de innovación y adaptación, para intentar superar mediante la enseñanza remota los múltiples e intrincados desafíos de esta nueva realidad.
Desde mediados del siglo pasado, las universidades públicas latinoamericanas, entre ellas las mexicanas, permitieron que millones de jóvenes se convirtieran en los primeros integrantes de sus familias en acceder a una carrera profesional, lo cual se tradujo en una expansión histórica que otorgó a varias generaciones mejores condiciones de vida.
Sin embargo, según estudios recientes del Banco Interamericano de Desarrollo a medida que la pandemia golpea a América Latina, acaba con economías y arrasa con la vida de cientos de miles de personas, comienza a producirse un retroceso alarmante en varias esferas, señaladamente la educación superior: cientos de miles de estudiantes universitarios se están viendo obligados a abandonar sus estudios.
La deserción, entonces, amenaza con echar para atrás décadas de logros que ayudaron a sacar de la pobreza a comunidades enteras que aspiraban a avanzar hacia una economía del conocimiento.
De acuerdo con datos del Banco Mundial, la política de inversión en educación superior que se mantuvo constante a lo largo de este siglo duplicó con creces la matrícula en Latinoamérica, al pasar de alrededor de 20 por ciento, a cerca de 50 por ciento de la población en edad universitaria. Dicha expansión motivó que millones de integrantes de los grupos habitualmente excluidos, como estudiantes indígenas, rurales y negros, ingresaran a la universidad.
México no fue la excepción. En ese mismo periodo consiguió un avance importante, aunque la deuda social en este rubro continúa siendo considerable. La cobertura de la matrícula en la enseñanza superior pasó de poco más de 25 por ciento al inicio del siglo, a cerca de 38 por ciento en la actualidad.
Pero la llegada de la pandemia a principios de este año derrumbó expectativas y sueños en Latinoamérica. El parón repentino de las economías y de las sociedades nos confrontó de golpe con nuestra realidad y asomó, una vez más, el vergonzoso rostro de nuestras desigualdades. Esta nueva realidad, como todas las circunstancias que se derivan de las catástrofes, ha profundizado ya inevitablemente la inequidad y la pobreza.
El desafío para muchos estudiantes es hacerse de una computadora y conseguir acceso al servicio de Internet. Los menos favorecidos económicamente, en el mejor de los casos, comparten una computadora con el resto de los miembros de su familia y viven en lugares aislados donde la cobertura de Internet es escasa o nula.
Para un número importante de estudiantes de la UNAM, la nueva realidad aparece casi intransitable: cuatro de cada 10 de ellos y ellas no cuentan con una computadora o una tableta, y en una proporción ligeramente menor se encuentran quienes carecen de un servicio de Internet que les permita seguir sus clases en condiciones más o menos adecuadas. El 14 por ciento del alumnado simplemente no tiene dispositivo ni Internet.
Es ante estas circunstancias adversas que las universidades se reconvierten hacia lo digital, a marchas forzadas y con enormes dificultades, para estar en posibilidades de responder a los nuevos desafíos.
Antes que nada, las universidades deberán crear programas de apoyo a los estudiantes menos favorecidos para generar las condiciones que inhiban la deserción y propicien la igualdad de oportunidades entre el alumnado, aminorando, en lo posible, el ensanchamiento de la brecha digital. Esto será viable sólo si, en una primera instancia, logran dotar de computadoras o tabletas y de Internet al mayor número de estudiantes y si se capacita al profesorado, particularmente al de mayor edad, para amigarlo con las plataformas y demás recursos didácticos digitales.
El reto es formidable y adecuarse a los nuevos tiempos parece ser la única opción para las universidades. Hay quien se aventura a decir que podríamos estar viviendo el principio del fin de la universidad que conocemos hasta hoy.
En lo personal, estoy cierto de que algo cambió y dudo que la enseñanza vuelva a ser como lo era hasta hace apenas seis meses. Lo presencial y lo virtual tendrán que aprender a convivir en la educación del futuro. Pero lo que no puede cambiar, lo que debe preservarse siempre, son los valores y los fines de las universidades públicas. Las universidades deberán seguir siendo las palancas para el desarrollo y las principales propiciadoras de la movilidad social.