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¿Qué haremos si gana Trump?
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▲ El presidente Donald Trump en campaña.Foto Ap
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n algún momento de los dos meses siguientes tendremos que decidir si absolveremos al pueblo estadunidense si relige a Donald Trump. Hubo un tiempo en 2016 –pese a que Michael Moore ya describía al candidato como un perverso, ignorante y peligroso payaso de medio tiempo y sociópata de tiempo completo– en que quizás habríamos disculpado a los electores de ese país si resultara que habían cometido un error en esa primera vez. Hasta los demócratas seguían farfullando después de la elección que quizá Trump llegaría a volverse presidencial. Pero esas excusas ya no valen el día de hoy.

Para algunas naciones, no importa. Pregunten a los árabes. Es un extraño fenómeno que, cuando los obligan a votar por su tirano local en elecciones por completo fraudulentas, los perdonamos por su elección considerando que las votaciones son una farsa o que no tienen alternativa, o porque –digámoslo con franqueza– se trata sólo de las masas árabes y los occidentales preferimos tratar con sus amos sobre la base de si esos dictadores harán lo que queremos. Aún más extraño es que, mientras más alto es el falso porcentaje que los autócratas sueñan –y mientras más legitimados se sienten–, más reconocemos su poder y aceptamos sus dichos.

Así, después que el mariscal de campo Abdel Fatah el-Sisi –cuyos servicios de seguridad habían dado muerte a miles de egipcios, aprisionando a decenas de miles más y destruido la libertad de expresión– ganó la elección presidencial de 2018 con 97 por ciento de los votos, Trump lo llamó para ofrecer sus sinceras felicitaciones. Un año después se refería a Sisi como su dictador favorito. Pero cuando el pobre Alexander Lukashenko alardeó de un mero 80.1 por ciento de la votación presidencial en Bielorrusia, este mes, Trump habló de una terrible situación en ese país.

Esto ocurre una y otra vez. Nadie cuestiona el afecto de los jordanos por su intrépido reyezuelo Abdalá, aunque nadie les ha pedido votar en una elección monárquica (o ni siquiera presidencial). De todos modos, sabemos cuál sería el resultado. En cuanto al viejo sha de Irán, no necesitó triunfar en elecciones inexistentes después de que Jimmy Carter se refirió al respeto, admiración y amor que su pueblo le profesa cuando cenó con él en Teherán en 1977. Fue un acto casi trumpiano en su irrealidad. En cambio resultó un poco demasiado, sobra decirlo, cuando Saddam Hussein ganó un referendo en 2002 con 100 por ciento de los votos… después de todo, ya lo estábamos perfilando como el Hitler árabe para la invasión del año siguiente.

Pero en 2014 Assad se atribuyó una victoria de 88.7 por ciento en la elección presidencial, que fue aprobada por Rusia –reconociendo caritativamente que un montón de sirios no pudieron votar a causa de la guerra civil– y por la cual Assad recibió la felicitación nada menos que de Alexander Lukashenko y de Afganistán (cuyas falsas elecciones presidenciales obtuvieron la congratulación de Barack Obama a Hamid Karzai en 2009). Los consejeros de Trump lograron disuadirlo de felicitar también a Assad.

Así pues, cuando se trata de los ciudadanos de esos países, en realidad no los tomamos en cuenta. Sabemos lo que valen sus votos. Tan conscientes estamos de la naturaleza opresiva de los regímenes árabes que, cuando nos disponemos a bombardearlos, nos vamos a los extremos para asegurar a los árabes que viven en Medio Oriente que en realidad no estamos contra ellos… sólo contra sus dictadores. Desde luego, cada vez que un presidente de Estados Unidos anuncia que no está contra el pueblo de Libia/Irak/Siria (bórrese según corresponda) –sino sólo contra los tiranos–, podemos estar seguros de que los millones de civiles que viven dentro de sus fronteras correrán hacia sus refugios antiaéreos.

El enorme respeto, admiración y amor que sentimos por los árabes cuando vamos a la guerra no los salvará de nuestros misiles. Miremos a Trípoli, Bagdad, Mosul y Raqqa.

De hecho, Irak ofrece el ejemplo más poderoso de por qué los árabes deben recelar de las promesas estadunidenses de afecto. De las decenas de miles de iraquíes que perecieron del modo más terrible bajo fuego estadunidense en los años posteriores al derrocamiento de Saddam en 2003, muchos sin duda poseían el voto democrático que se les confirió en las elecciones que siguieron a la invasión angloestadunidense. En realidad, gracias a la invasión, tuvieron algo que decir sobre el futuro de su país. De mucho que les sirvió una vez muertos.

En cambio, cuando se trata de Occidente, se aplica un conjunto diferente de normas. Como este 3 de septiembre marcó el aniversario del día en que Gran Bretaña y Francia desenvainaron la espada por la más o menos democrática Polonia en 1939, vale la pena recordar que, pese a una masiva violencia e intimidación, Hitler nunca obtuvo en realidad una mayoría en elecciones democráticas en Alemania: fue la subsecuente ley de habilitación de los nazis la que le concedió poderes dictatoriales. Sin embargo, nadie dudó que la mayoría de los alemanes apoyaron a Hitler una vez que comenzó la Segunda Guerra Mundial, y por tanto hubo poca simpatía por las víctimas civiles del conflicto (salvo en personas como el arzobispo de Chichester, Vera Brittain y, en una ocasión, Winston Churchill). No fueron absueltos de los crímenes de Hitler.

Resulta interesante que a los italianos los tratamos mejor, aunque Mussolini, después de ejercer violencia e intimidación, sí obtuvo una mayoría en las elecciones de 1924. Tal vez porque era un bufón y su malignidad era menos obvia que la de Hitler –y en especial porque el país cambió de bando en 1943–, los italianos fueron perdonados. Mussolini, como Trump, era un sicópata ridículo, malvado, perverso e ignorante –aquí se aplican también las palabras de Moore–, pero fue despachado con una bala y colgado de manera ritual de una viga en una gasolinera (boca abajo), lo que de algún modo absolvió a su pueblo. Por necesidad evitaremos aquí toda mención de los dictadores fascistas Franco y Salazar (porque ayudaron a los aliados cuando fue obvio que Hitler estaba condenado). La neutralidad portuguesa fue por ello más valiosa que la irlandesa, la cual sin duda fue apoyada por el pueblo que eligió democráticamente a Eamon de Valera como su Taoiseach. Pero Gran Bretaña quiso en 1940 que le devolvieran los puertos navales cedidos por tratado y los irlandeses no quisieron entregarlos, así que Churchill no los perdonó. Tampoco los estadunidenses los perdonaron más tarde, y demoraron el intento irlandés de unirse a las nuevas Naciones Unidas.

En la Europa actual, supongo que el húngaro Orban –un poco bufón, pero autócrata de todos modos– se acerca más a Mussolini, aunque nadie pone en disputa los resultados del populista de derecha en las elecciones de su país, aunque su conducta dejara que desear. La nueva legislación le permite gobernar por decreto. Es un juego de manos como los que eran de esperarse en la década de 1930. Las elecciones en Polonia tienen mejor registro, pese a las campañas xenófobas, así que no es mucho lo que podemos hacer para cambiar los aspectos antidemocráticos de sus resultados. Pero esas son naciones de Europa oriental (o central), y es probable que todavía tengamos conciencia culpable por haberlas dejado –en especial a Polonia– soportar la hegemonía rusa durante más de cuatro décadas.

Cuando el Reino Unido eligió salir de la Unión Europea, pudimos afirmar –con muy buenas razones– que el electorado había sido embaucado, que le habían mentido, que el referendo en sí estuvo mal construido. Muchos europeos –y un montón de británicos– lo consideraron una aberración. Sin embargo, las elecciones generales del año pasado cambiaron todo: Gran Bretaña ya no pudo lavarse las manos ni su pueblo ser absuelto de sus pecados. Afirmar que la retirada del Reino Unido no fue más que un mero reflejo de su retiro del imperio –Palestina, India, tal vez el último hurra en Suez– ya no fue suficiente para perdonar al pueblo por esa locura. ¿Dónde deja todo esto a Estados Unidos? Todos hemos decidido contener más o menos el aliento hasta noviembre, sobre la base de que será el momento en que el país gire en redondo, recupere su antiguo prestigio y los demócratas triunfantes nos ofrezcan disculpas a todos por los desquiciados años de Trump. Como todos los esnobs, hemos adoptado la opinión de que Trump en realidad no representa los valores estadunidenses, así como los dictadores árabes no reflejan las opiniones de su pueblo. De hecho, más bien hemos tratado a Estados Unidos como si fuera una tiranía, y a su lunático presidente como un cruce entre la ostentación de Mohammad bin Salman y la chifladura de Kadafi. Mi colega Patrick Cockburn ha esbozado con ingenio los paralelos con Saddam Hussein.

Hemos esperado, orado y nos hemos inducido a creer que fue sólo una autocracia temporal, una desviación, un viejo y confiable amigo que padece una enfermedad mental seria, pero al final curable. Sin embargo, mientras más observo a la élite demócrata alinearse detrás del nada inspirador Joe Biden, dando pasos vacilantes entre la condena y el lugar común –¿quién creería que escucharíamos al anciano hablar esta semana a sus partidarios de sanar y mirar hacia delante?–, más me pregunto cómo miraremos a los estadunidenses si los años de Trump se convierten en la era de Trump, o si su temible y ambiciosa familia se transforma en el califato Trump. Sin duda, el viejo lenguaje estalinista y de la Cortina de Hierro acerca del imperialismo y sus tigres de papel resurgirá bajo nuevas formas.

¿Cómo reaccionaremos si se cruza la línea, si el Estados Unidos con el que sentíamos que al final siempre podíamos contar –una vez que se hubiera sacudido la pequeña desventura trumpiana– se convierte en una nación en la que nunca podremos confiar?

© The Independent

Traducción: Jorge Anaya