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Ver día anteriorDomingo 6 de septiembre de 2020Ver día siguienteEdiciones anteriores
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¿Dónde quedamos los consumidores?
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ay un debate sobre la pertinencia del uso del glifosato en la agricultura: un sector descarta sus impactos (la agroindustria junto a empresas de agroquímicos y la Sader misma) y, por otro lado, está el que antepone las evidencias científicas y riesgos a la salud y al ambiente, y pide la prohibición de este herbicida (campesinos, científicos y organizaciones ambientalistas). Sin embargo, el debate de fondo debe centrarse en el sistema de producción actual de alimentos, y en la nula soberanía alimentaria de México. En este complejo entramado, hay un nodo crucial: quienes adquieren los alimentos y los tipos de mercado existentes. Las agroindustrias –solapadas por gobiernos pasados y presentes– impusieron la separación entre quienes producen los alimentos y sus destinatarios finales. A escala nacional, un puñado de empresas controla la producción, distribución, procesamiento y venta de alimentos generados industrialmente. Este modelo ha convertido a los alimentos en mercancías, imponiendo su consumo masivo, estandarizado y esterilizado, y a las consumidoras se nos ha desvínculado del proceso de producción de lo que comemos, así como del impacto al ambiente de los agrosistemas. Violentaron nuestros derechos a elegir alimentos sanos, saber de dónde provienen y de cómo fueron producidos, afectando así nuestra salud y la de generaciones futuras (enfermamos de diabetes, obesidad, hipertensión y cáncer).

Hablemos, como ejemplo, de la producción de jitomate, el segundo alimento más consumido de la canasta básica implica 25 por ciento de la producción total de hortalizas en México. Según el SIAP, el mayor productor es Sinaloa, esencialmente tecnificado: en 2018 se produjeron más de 3.5 millones de toneladas de jitomate, de lo cual se exportó 48 por ciento; lo alarmante es que prácticamente toda la semilla utilizada es privada e importada (https://www.jornada.com.mx/2020/07/ 31/opinion/014a1pol). La producción agroindustrial de jitomate implica el uso de una gran cantidad de insumos químicos. El reporte más reciente de la plataforma internacional Red de Acción sobre Plaguicidas, indica que en la producción del jitomate se emplean más de 30 agrotóxicos (tres cancerígenos, 12 disruptores hormonales, seis neurotoxinas, tres químicos relacionados con alteraciones en el desarrollo y 10 con efectos ecotoxicológicos). Hasta hoy no hay un estudio que vislumbre el efecto potencial de esos químicos combinados en la salud de la gente. Del total de la producción de jitomate en México, sólo 1 por ciento es orgánico y, en los hechos, éstos no están al alcance del grueso de la población.

El 83 por ciento del jitomate se comercializa a través de centrales de abasto y supermercados y 7 por ciento a nivel local, el restante 10 por ciento se contabiliza como pérdida. Esto consolidó el crecimiento de los grandes espacios de consumo, caracterizados por romper el contacto entre productores y consumidores, con la consecuente pérdida de identidad y de arraigo en el territorio. La multinacional WalMart es un ejemplo, a partir de los años 90, de la expasión de los supermercados en México; hoy es la tercera empresa en ventas en el país y controla el precio de muchos alimentos. Esta empresa impuso un sistema de compra directa a los productores, eliminando así el eslabón de los intermediarios para ampliar su margen de ganancia. Además, la firma difiere entre 30 y 60 días los pagos a los productores, exige homogeneidad en frutas y hortalizas, así como condiciones de embalaje y transporte con refrigeración, exigencias que no están al alcance de los pequeños productores. Un dato relevante: de acuerdo al el Índice Nacional de Precios al Consumidor, entre agosto de 2019 y agosto pasado el precio del jitomate aumentó 51.8 por ciento.

Las personas que no producimos alimentos estamos a expensas de ese mercado voraz, o en casos excepcionales a tiendas de productos orgánicos, con precios prohibitivos.

La reducción y eventual prohibición de agroquímicos, entre ellos el glifosato, y sus efectos en la salud dependen del cambio en el modelo de producción y consumo e incluye a los diferentes actores: productores y campesinos, gobierno, técnicos agrícolas, instituciones académicas y muy importante, a las personas que buscamos alimentos sanos.

Un estudio publicado hace unos días determinó que la cantidad del herbicida glifosato y otros agroquímicos presentes comunmente en los alimentos se redujo en 70 por ciento en los cuerpos de los participantes en la investigación, apenas a una semana de consumir productos orgánicos. Esta información es un incentivo adicional para reflexionar sobre nuestros hábitos de consumo y orientarlos hacia productos locales, lo cual, además, nos permitirá generar nuevas redes de consumo, construir identidades basadas en el interés por el origen y la calidad de los alimentos, los modos de vida y producción rurales, establecer relaciones de confianza entre consumidores y productores y cuidar la salud. Lo anterior implica discusión, estrategias y acciones colectivas en pos de la exigencia del respeto a los derechos humanos y de la naturaleza que conduzcan a la autonomía alimentaria valorizando los recursos de los territorios con base en el buen vivir, garantizando la salud de la población y el ambiente. Por ello, la responsabilidad y la toma de decisiones sobre las opciones de consumo no quedan sólo en los productores y el Estado, sino también en los consumidores, que de manera general nutren y replican con su hacer cotidiano la ética de los cuidados.

* Investigadores del Departamento de Producción Agrícola y Animal. Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco.