os trabajadores de la salud constituyen la primera barricada, o más bien la última, contra la pandemia por el virus SARS-CoV-2, que, según los pronósticos, va para largo. Se les reconoce en ciertos sectores de la población, pero como también despiertan temores, desconfianza u odio en vecinos y conocidos, ya ven cómo es la gente, los y las agreden, amenazan, discriminan, así que tratan de disimular su identidad en la calle. Tendría que ser al revés, deberíamos tratarlos como ciudadanos distinguidos, porque se lo han ganado. Cuidarlos. ¿Dónde estaríamos sin ellos y ellas? Son quienes combaten el padecimiento en persona.
Por rígidas que sean las jerarquías, la enfermedad y la muerte han igualado como nunca a médicos, enfermeras, camilleros, ambulancieros, laboratoristas, recepcionistas, lavanderas, patólogos, forenses y cremadores. En los espacios de atención, quintaescenciados en los hospitales Covid-19
, se libra la batalla más riesgosa e indispensable.
Casi 100 mil personas del sector han enfermado por el coronavirus, y para el 25 de agosto habían fallecido mil 320, de acuerdo con el desglose de la dirección de Epidemiología de la Secretaría de Salud (La Jornada, 26/8/20). La compañera Ángeles Cruz reportaba que se han confirmado 97 mil 632 casos y hay otros 10 mil 933 en calidad de sospechosos. Estas cifras se diluyen en el cuadro general que podemos leer todos los días. Ese mismo día, el total de enfermos rondaba 568 mil y las defunciones 61 mil. En los 14 días anteriores habían comenzado con síntomas 648 trabajadores de la salud en la Ciudad de México, en Nuevo León 348 y en Jalisco 348. Sí, en las ciudades mayores, donde sus condiciones estarían mejor garantizadas que en urbes menores y zonas rurales o marginadas.
Cargan cada día enormes responsabilidades para con pacientes y familiares. Deben recibir, diagnosticar, explorar, atender hasta extremos intensivos, si es necesario, a todas las personas que enfermen, en especial si por su estado ya no pueden ser atendidos a distancia. El personal de salud es el primer contacto, literal, con los infectados en miles de localidades del país, con harta frecuencia sin espacios adecuados ni equipo de protección suficiente. Enfrentan privaciones equivalentes a las de aquellos médicos rurales que retrataran William Carlos Williams y John Berger. Quizás hoy tengan sólo un sentido metafórico estas palabras de Williams: Para un médico, todo dependía de los caballos. Eran un factor decisivo en sus vidas
. En Un hombre afortunado (1967), Berger y el fotógrafo Jean Mohr siguen las andanzas de un médico rural británico, subrayando la importancia de la práctica general.
Si su trabajo consiste inescapablemente en estar ahí, médicos, enfermeras y demás tiene la responsabilidad adicional de cuidar a sus propios familiares y allegados. De cuidarse a sí mismos y mismas de manera prioritaria y estratégica. Nadie se expone a mayores cargas del virus que ellos y ellas. Según datos oficiales, para la fecha señalada 60 por ciento de los contagios eran en mujeres, principalmente enfermeras
. Setenta por ciento de los fallecidos eran varones de entre 50 y 69 años. De éstos, 49 por ciento eran médicos.
La oportunidad hace al héroe, pero también lo destruye. Este heroísmo no es voluntario. Hasta las vocaciones de raíz profunda y el altruismo de los temperamentos privilegiados se encuentran a prueba. Para esto se entrenaron y les pagan. Los médicos juramentaron, y los más serios siguen estudiando, pues pocas educaciones son tan continuas como la suya.
Su trabajo consiste en tratar con la gente enferma, en su recuperación o su muerte. Igual que los policías y los juntacadáveres, se supone que están acostumbrados. Pero no tanto. Un médico no se acostumbra a la muerte, para él o ella no existen fiambres, sino fracasos. El dolor de las personas cobra una cuota emocional elevada en médicos y enfermeras. Cuántos quisieran no lidiar con los afectados de la pandemia, uno tras otro, en un flujo que inunda los hospitales. En otros países hermanos de América Latina hemos visto nosocomios colapsados, ataúdes empaquetados y amontonados, personal de salud rebasado, cansadísimo hasta el extremo absurdo de los modelos filosóficos camusianos que se resumen en la figura de Sísifo.
Por supuesto acumulan también fallas, negligencias, burocratismos groseros, pero la pandemia no pueden minimizarla. Ya no hay lugar para esos internistas prestigiosos que con desdén ignoraron influenzas en el pasado y murió gente que debería seguir viva. Para la ciudadanía, así como para el Estado, es un deber proteger, alentar y respetar los esfuerzos del personal sanitario, y agradecer lo que hacen por todos a un costo personal muy alto. Hoy ni los galenos más vanidosos pueden jugar a Dios. Se saben hechos del mismo barro. El nuevo coronavirus los ha hecho modestos, frágiles, socialmente indispensables. No nos abandonan, no podemos dejarlos solos.