Opinión
Ver día anteriorDomingo 30 de agosto de 2020Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Mar de historias

Golpes

La casa

M

uy querida Raquel:

De nuevo me ganaste: creí haberte convencido de que nos comunicáramos a través de correos, pero al fin me di cuenta de que era mucho mejor la conversación telefónica y ahora me encanta comunicarme contigo por ese medio. Hoy no puedo hacerlo porque un camión de la basura sobrecargado rompió los cables del teléfono y, como sabes, uso poco el celular: por mis rumbos se escucha muy mal y la línea se interrumpe a cada momento. Esa especie de tartamudeo me angustia. Tal vez se deba a la pandemia y al confinamiento el que esa horrible sensación empiece a ser tan persistente como la tristeza. Me la provoca todo, desde los maullidos de un gato extraviado hasta que se me rompa un plato. A veces, sin que me lo proponga, se me salen las lágrimas. Dime si te sucede lo mismo.

II

Lo que son la cosas: sentí mucho que te fueras de la ciudad –después de todo, fuimos vecinas por más de 20 años– pero ahora me alegro de que lo hayas hecho, así no verás lo que está sucediendo con la que fue tu casa. Siempre me encantó por el techo de tejas, la herrería tan bonita y los mosaicos en el arco de la entrada. Esos detalles le daban un toquecito muy especial.

Por lo visto, parece que no le interesaron al nuevo dueño. No me refiero al ingeniero Márquez. Él tuvo que vendérsela a un tal señor Jáuregui a finales de julio. El día que la desocuparon para mudarse a Ecatepec, su esposa me llamó para despedirse y, como nos tenemos confianza, me explicó que la venta se debía a que su marido lleva casi un año desempleado y de seguro en las nuevas circunstancias no conseguirá otro. En tales condiciones, y comido por las deudas, era imposible sostener su casa.

III

Jáuregui, a quien sólo conozco de vista, tardó en presentarse. El día que lo hizo llegó acompañado por un señor calvo, bajito. Luego supe por Mateo, el muchacho que se lleva mi basura, que se trataba de un maestro de obras. Como a la semana reapareció en un camión con varios albañiles. Pensé que a lo mejor venían a hacer algunos resanes en la casa, pero en seguida pensé que era demasiada gente para eso. ¿Entonces a qué vendrían?

Se lo pregunté por teléfono a mi vecino –ya te he hablado de él: es músico– y me dijo que por un taxista que le da servicio se había enterado de que Jáuregui iba a demoler la casa para construir allí cuatro departamentos. Lo primero que pensé fue en decírtelo, pero no me atreví porque estaba segura de iba a afectarte mucho. En estos momentos, como están las cosas en tu familia, creo que lo que menos necesitas son malas noticias.

IV

Se ve que a Jáuregui le urge terminar los departamentos porque tiene a los albañiles trabajando desde temprano hasta las cinco o seis de la tarde, aunque esté lloviendo, y también vienen los sábados. Los veo todo el tiempo y aunque no abra las ventanas oigo los picos, los marros, las palas y los martillos con que trabajan. Cada golpe sobre las paredes me duele como si los recibiera yo. Y, ¿sabes otra cosa? Siento que al desplomarse los muros, junto con las piedras caen pedazos de una época muy bonita de nuestras vidas. Al ritmo que van los albañiles, pronto no quedará nada de esa casa. Lo bueno es que siempre quedará nuestra amistad.

Compañera de lágrimas

Doctora, yo no quería venir, pero, si no me desahogo con alguien, voy a estallar. ¿Me entiende? Cuando regreso a la casa evito discutir, mas hay veces en que no logro controlarme. Me desespera que mi familia no entienda que llego muy cansada del restorán. No es porque ahora tengamos más trabajo, sino porque las condiciones en que lo hacemos son muy difíciles. Se lo digo a Miguel y siempre me sale con lo mismo: Échale ganas. Esas palabritas ya me tienen harta: es lo único que oigo. La mayora nos las repite todo el tiempo. Sé que lo hace para animarnos, pero no es fácil.

II

Doctora, usted no se imagina lo que es llevar turbante, cubrebocas y careta cinco horas seguidas, paradas junto a la estufa. Es algo necesario, pero muy pesado, sobre todo porque la cocina es chica y se encierra mucho el calor. Cuando acaba mi turno, a las cuatro de la tarde, antes de salir me espero un ratito para enfriarme. Si caigo enferma ¿qué hago, quién atiende a mi familia?

Aunque quieran, mis hijos no pueden ayudarme. En la mañana Santa y Pedro se dedican a sus clases por tele y en la tarde hacen la tarea. Les está resultando muy difícil y lo malo es que no hay quien pueda echarles una mano. Mi suegra me aliviana muchísimo haciendo la limpieza y la comida. No puedo pedirle más. En Miguel no confío. Siempre me promete que va a hacer esto o lo otro, pero nunca cumple. Dice que su trabajo en la gasera es muy pesado y que necesita descansar. ¿Y yo no? Pues claro que sí, pero él no lo piensa. No se lo reclamo. ¿Qué me ganaría? Mejor me quedo callada, chillo por allá solita y me pongo a hacer lo que haga falta.

III

Doctora: ¿sabe por qué me decidí a venir a verla? A lo mejor no me lo cree: por la noticia que pasaron en el radio. En un país, creo que en Japón, hay una nueva carrera. La de los compañeros de lágrimas. Me imagino que son algo así como doctores. Se dedican a contarles historias muy tristes para provocarles el llanto a personas que por las pérdidas que han sufrido o la angustia que sienten a causa del virus necesitan desahogarse pero, aunque quieran, no pueden llorar.

Eso me recordó una idea de mi madre. Ella pensaba que debían abrirse lloreríos: casas a donde las mujeres pudieran ir a descargarse de sus penas cuando no pudieran hacerlo con nadie más. Es mi caso, por eso estoy aquí, hablando con una compañera de lágrimas.