n poco más de un año murieron numerosos amigos queridos. Y el género del obligado y recurrente pésame ya me resulta cuesta arriba –siempre ha sido así, pero más aún en este lapso hollado por la pandemia.
Nunca como en esta peste aleve representada a todo color he invocado el poema de Jorge Cantú de la Garza, otro amigo –poeta él– muerto hace tiempo. Escribía: ya sólo nos vemos en las bodas / en los entierros / y en las tomas de protesta.
Ahora es peor. No nos vemos ni para disfrutar una taza de café, la charla vivificante o un saludo al paso.
Silvia ya no está. No la veremos en el próximo encuentro acompañada sin falta por Miguel, quien ahora, dice, se quedó a la mitad, sin su mujer: pantera negra y cantos de aves
. Una de las parejas eje en el mundo cultural de Monterrey. Por suerte ella, Silvia Mijares, me pidió que le escribiera el prólogo para su libro Los pájaros impensables de la filosofía, que reúne su labor filosófica de largos años. Con Miguel Covarrubias, el punto velar de la poesía en la familia y fuera de ella hacíamos fiesta de la conversación sobre el tema de este libro, editado por la universidad pública de Nuevo León. Se traducía en generosas tandas de charla sobre sus diversas temáticas.
Silvia ya no está y esto es grave. Su partida nos priva de su actitud apasionada, gozosa y recia que nos liberaba una nube de endorfinas; de sus convicciones donde anidaban ideas políticas, teoremas filosóficos y literarios. Lo más triste es que no tenemos la exclusiva. La ciudad se ha quedado huérfana de filósofas y sus filósofos no están a la vista. Eso resulta tan peligroso como un hombre sin un libro.
Alejandra Rangel era la otra filósofa –que hizo del existencialismo heideggeriano la praxis que a su autor le faltó–. Murió unos cuantos días atrás. Su magisterio se extendía en varias dimensiones: el aula, el periodismo, la promoción cultural, la construcción de tejido social y, muy señaladamente, la dimensión afectiva de la amistad.
La familia Rangel, de la que fue genearca el escritor y culto liberal, Raúl Rangel Frías –uno de los fundadores de la que Alfonso Reyes pensó como la Universidad del Norte–, aún no se reponía de la muerte de Alfonso Rangel Guerra: pensador, literato, universitario digno de esta rama familiar. Fue rector de la UANL, como lo fuera su primo Raúl, y también responsable de la Anuies. Igualmente, un amigo comprometido con el ámbito de la universidad: a mi solicitud aportó un postrer trabajo sobre el tema para un libro sobre la autonomía universitaria publicado por la Universidad Autónoma de Nuevo León para conmemorar el centenario de la reforma universitaria de Córdoba.
Pesar múltiple, que ya venía con heridas. Sergio García, Rubén González Garza, Julián Guajardo y Rogelio Villarreal, con diferencia de pocos meses, abandonaron sin retorno el escenario donde dieron muestras de un valioso trabajo escénico y de actuación. Y con ello también nos abandonaron a sus seres queridos y a sus amigos.
Inició esta mala hora con la muerte de la admirada y muy querida María Fernanda, La Chata, Campa. Ella, como la primera geóloga del país, sabía muy bien lo que nos estaba pasando con la entrega traidora de nuestros hidrocarburos a un puñado de políticos y empresarios rapaces. Y sabía expresarlo con el espíritu aguerrido, que le venía del ejemplar dirigente político y luchador social que fue Valentín Campa, y de su propia lucha al lado de Raúl Álvarez Garín y otros compañeros que le imprimieron un sello histórico al movimiento estudiantil de 1968.
Siguió la muerte de la poeta Minerva Margarita Villarreal. Premio Nacional de Poesía, ella elevó a la que se hace en el noreste mexicano a cumbres no frecuentemente alcanzadas por los poetas de éstas y otras tierras. Un raudal de emociones y búsquedas en la literatura hispanoamericana cristalizado en páginas propias y ajenas. Lo cual a todos nos reconforta y alienta, mas no nos compensa de su presencia vibrante, iluminada.
Victoria Novelo, la antropóloga que ponía ahínco y ternura en sus temas, investigaciones y trabajos, murió acompañada de su talante amable y generoso.
Con las figuras públicas la amistad, si se da, es en pequeñas dosis. Fueron algunas de ellas las que precedieron este obituario personal que comienza, en rigor, con el siglo que corre: Carlos Monsiváis, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Fernando del Paso. Sin omitir, por supuesto, a Raúl Macín, artífice de proyectos ecuménicos de pleno sentido social.
Siento que es una generación la que se está despidiendo. Años más, años menos, en su alma y en su cerebro se tatuó el zeitgeist multánime de la década de los 60, que tocó conciencias y corazones, la cultura, la política, la vida entera. Generación gestora de una renovación ya luida, pero aún con recias costuras y vueltas.
En el lapso a que me refiero, el virus se llevó a José Luis Paredes. Distribuía su tiempo de trabajo entre su taxi y nuestro transporte doméstico. Veinte años de limpia amistad.
La extensión ya me obliga. El que mucho se despide pocas ganas tiene de irse. ¿Pocas? Ni las más mínimas, a pesar de la conciencia que me hace recordar a mis amigos muertos.