Cultura
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Fortunas de la sorpresa
E

n estos momentos ya no sé si se deba a mi edad o al hecho de que de nacimiento he sido más bien propensa a entregarme gustosa a la fantasía, o al hecho de que, también por naturaleza, siempre me ha faltado malicia, al grado de que con frecuencia debo recordarme a mí misma el consejo de los sabios de cultivar la malicia, siempre que quiera sobrevivir a los sustos y las ansiedades y las incertidumbres que depara la vida, especialmente en épocas de una catástrofe mundial, como es la pandemia de Covid-19.

A todo esto, lo cierto es que hoy amanecí particularmente ansiosa, inquieta, desconcertada. Hice el esfuerzo de reanimarme al hacer mi caminata de una vez, casi a oscuras todavía, en el jardín, aquí, en Orquídea, entre Bugambilia y Laurel, en Cuernavaca. Sin embargo, no fue sino hasta que, media hora más tarde, regresé a mi cuarto y en el vestíbulo me senté a leer cuando advertí que lo que de veras me reanima es la lectura. No niego que a la reanimación hubiera contribuido el hecho de que en esos momentos alcancé quizás el más entretenido de los capítulos de The Writer’s Chapbook, la antología de George Plimpton de entrevistas de The Paris Review, precisamente el que recoge los retratos que los escritores han hecho de sus colegas a lo largo de su carrera.

En todo caso, en mi recuperación fue determinante una anécdota de Robert Frost en sus recuerdos de Ezra Pound. Según esto, en una ocasión en la que Ezra Pound lo invitó a una reunión de la aristocracia cultural de Londres, Frost cuenta que había visto entrar al salón a un hombre de aspecto corpulento, burdo, como de trabajador del campo, con el pantalón recogido con un gancho en los talones, como de ciclista, ante el horror social que causaba a los invitados, pero a quien Pound había saludado divertido. Se trataba de John Helston, que se desenvolvía como mecánico en talleres de automóviles, pero que en realidad era un poeta, un poeta que en marzo de 1913 había publicado, en The English Review, un largo poema de su encuentro con Afrodita.

La anécdota de Frost animó tanto mi imaginación, me remitió tan fascinantemente al mundo de las apariencias, que me disponía a subrayar el párrafo en el libro en el que la estaba leyendo, cuando sonó el teléfono, que no contesté sino una vez que con el lápiz marqué la página para, tras la llamada, retomar mi interrumpida intención de destacar la aparición sorpresiva, en una reunión no sólo sofisticada sino inglesa, de un extravagante poeta, de oficio mecánico automovilista.

Quien llamaba era mi hermano E, que vive entre Huixquilucan y Puerto Vallarta, que se desenvuelve como comerciante, y que de nacimiento es un fantástico actor y animador. ¿En dónde estás?, le pregunté. En Wisconsin, me contestó. Unos viejos clientes, en su avión privado, me trajeron a trabajar con ellos acá, de mayordomo. Aunque me reí, le creí. Mándame una foto vestido de mayordomo, le pedí. Y tras esta introducción, pasamos al tema que me había anunciado la semana pasada. Me acaba de llamar el notario para avisarme que no encuentran el número de tu casa para entregarte un anexo de tus escrituras. De modo que le rectifiqué los datos y salí a avisar al jardinero que estuviera atento al timbre, pues estaba por llegar un licenciado a entregar un sobre con documentos para mí, asunto que, desde que me lo anunció mi hermano, me tenía inquieta, incluso ansiosa. Estaba por acercarme al comedor a desayunar cuando apareció la cocinera con una charola de pan dulce en las manos. Esto es lo que trajeron, me dijo; sonriente; no fue un sobre con documentos, rio. Reí a mi vez, sacudida por la sorpresa.

Una vez más, me había dejado llevar por la fantasía, una vez más, quedaba al descubierto mi falta de malicia, a pesar de que en mi adolescencia fui definida, en el periódico estudiantil de la secundaria en la que estudiaba, como el ingenio del salón, aunque no ignoro que cuando esto escribo ha pasado medio siglo.