a idea de la arquitectura como antídoto contra la muerte no es nueva. La practicaron los egipcios y los mayas; los persas y los chinos. Las barcas funerarias de los escandinavos o las lámparas flotantes de los japoneses para despedir y evocar a sus muertos tienen grandeza, pero son efímeras.
Las grandes construcciones para preservar la memoria buscan permanecer y, en ese larguísimo tránsito proyectado, su propósito también ha sido provocar emociones: de la pirámide de Keops a la de Pakal; de Notre Dame a La Sagrada Familia; de la Catedral al Castillo de Chapultepec.
Hace más de medio siglo, un arquitecto que huyó de la guerra en Europa lanzó un manifiesto que retomó esa idea: “El hombre –creador o receptor– de nuestro tiempo aspira a algo más que a una casa bonita, agradable y adecuada. Pide –o tendrá que pedir un día– de la arquitectura y de sus medios y materiales modernos, una elevación espiritual”.
Mathias Goeritz no imaginaba que esa demanda sobre la arquitectura provocadora de emociones fuera una demanda silenciosa de la sociedad actual. El Covid-19, que tantas cosas ha visibilizado (como la precariedad de los servicios públicos de salud y educación), nos ha mostrado, en unos cuantos meses, lo poco amable que ha sido el desarrollo arquitectónico de nuestras ciudades.
La arquitectura moderna ha perdido el contacto cercano con la comunidad
. A veces “exagera sus esfuerzos por enfatizar el aspecto racional de la arquitectura. Como resultado de todo esto, el hombre en el siglo XX se siente sobrevalorado por tanto ‘funcionalismo’, por tanta lógica y utilidad en la arquitectura moderna”. El hombre aspira a algo más que a una casa
.
Cuando la arquitectura le proporcione emociones reales, como lo ha hecho la arquitectura monumental antigua, el hombre, escribió en su manifiesto, volverá a considerarla un arte. El arte que se habita.
Autor del concepto de arquitectura emocional, su mayor obra fue el Museo Experimental El Eco, una escultura penetrable
, según Goeritz.
Recuperado por la Universidad Nacional Autónoma de México después de medio siglo de incuria y abandono, El Eco es una construcción única en el mundo. Allí formas, paredes, techos, muros y un espléndido pasillo nos recuerdan, con las emociones que provocan, que la arquitectura es el arte que se habita, el espacio vivencial que termina de construir no el artista, sino quienes se desplazan por sus ambientes.
El corredor referido hace sentir que se adentra uno en algo grande aunque el terreno del inmueble sea de poco más de 500 metros. Su forma, cuyas paredes, piso y techo se angostan con perspectiva de fuga, nos anticipan que en efecto entramos a un espacio grandioso. El espacio, que miramos monumental al enfrentarnos a él, disminuye a medida que avanzamos. Nuestro cuerpo crece, se acerca a las dimensiones grandiosas que observamos al principio. Como todo poeta fue un provocador.
A este escultor, arquitecto y maestro, muerto hace tres décadas, también debemos los vitrales de las catedrales de México y de Cuernavaca, de la iglesia de Santiago Tlatelolco, la planeación de la Ruta de la Amistad, las torres de la Facultad de Estudios Superiores Aragón, la magnífica corona rosa que se alza de la piedra volcánica en el Espacio Escultórico de la UNAM y las famosas Torres de Satélite, que no fueron tan altas como las imaginó ni llegaron a ser siete, como había planeado. La plaza donde se encuentran resultó más pequeña de lo previsto y el color de una de ellas cambió por completo. Pese a todo sobreviven, se han convertido en un símbolo entrañable del paisaje mexicano y en un provocador de emociones para quienes las encuentran a su paso por primera vez.