oy se festeja a San Joaquín, quien de acuerdo con la Iglesia católica fue el padre de la Virgen María y se considera el patrono de los abuelos. En la Ciudad de México tiene dedicado un imponente templo que data del siglo XVII. Se encuentra en los rumbos de Legaria, atrás del Panteón Francés. Cuando se conocen todos los avatares que ha padecido resulta asombrosa su supervivencia, particularmente en sus actuales condiciones. Vamos a recordar su historia: la construcción y la del convento adjunto se inició en 1689. Fue fundado por la orden de los carmelitas descalzos.
Tras las Leyes de Reforma, en 1861, la huerta fue adquirida por un anticuario estadunidense. En 1902, un padre carmelita adquirió la iglesia y la mitad del convento para instalar el noviciado y comenzar la restauración de la provincia de México, que había tenido un terrible decaimiento después de la exclaustración.
El convento volvió a perderse cuando los carrancistas entraron a la Ciudad de México en 1914 y lo convirtieron en cuartel; sus cinco campanas fueron convertidas en monedas y se saqueó todo lo de valor que aún quedaba. En 1935 el hermoso retablo barroco del altar mayor fue retirado para ser llevado a la parroquia de San Cosme, con el fin de evitar su destrucción; la iglesia y el convento quedaron en poder del Ejército hasta 1955, en que el templo, con un pequeño anexo, fue entregado a la mitra, que a su vez lo devolvió a los carmelitas.
A partir de esa fecha comenzó la tesonera y gradual recuperación. El sitio tuvo la fortuna de haber estado bajo la custodia del padre Gerardo López Bonilla, artista de gran sensibilidad que logró hacer del templo y convento, que estaban casi en ruinas, un lugar de gran belleza dentro de una sobriedad que inspira la mayor espiritualidad.
La arquitectura, que recuerda la de una fortaleza, es imponente. Con muros desnudos de piedra en tono gris plata, conserva un atrio arbolado, la espadaña con cuatro campanas, una gran cúpula en la nave principal y otra de menores dimensiones y fino diseño en una capilla adjunta. El interior es sobrecogedor: los altos muros laterales, de la misma piedra sólo se interrumpen por dos figuras estofadas del siglo XVII, de gran tamaño, que representan a Santa Ana y a San Joaquín, este último sosteniendo en brazos a su hija, la Virgen María de niña; auténticas bellezas.
Al haber perdido su retablo barroco el espacio de piedra ostenta un tapiz de sayal con el escudo carmelita bordado y colgando frente a él, un soberbio Cristo crucificado. En ambos lados del altar de recinto negro, dos retablos neoclásicos con columnas estriadas y capiteles dorados, único toque de color, resguardan en los nichos a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz, reformadores de la orden. La imagen de Nuestra Señora del Carmen, ocupa el altar de la capilla lateral.
La cúpula de la iglesia es de tezontle avinado y la de la capilla es de ladrillo naranja con detalles de tezontle y les puedo decir que son obras de arte que nos despiertan profunda admiración por quienes las construyeron en el siglo XVII.
La capilla muestra cuatro grandes pinturas del padre López, quien también diseñó con exquisito gusto, sencillo y contemporáneo, las bancas, los reclinatorios, confesionarios, el altar y la plataforma del recinto que lo sostiene.
Desconozco si por la pandemia se canceló la fiesta que cada año se lleva a cabo para festejar a San Joaquín. A las 10 de la mañana sale la procesión de la Virgen del Carmen por las calles de la colonia. La imagen porta un elegante atuendo igual al del niño que sostiene en los brazos, rebordado con hilos de oro, fina mantilla de encaje, una larga capa de brocado rebordado de perlas y oros y una enjoyada corona. La cauda la sostienen las quinceañeras del rumbo, que van vestidas con sus trajes de fiesta; hay música y toda la parafernalia de esos festejos que, al margen de lo religioso, acercan a los habitantes de los barrios y crean lazos de solidaridad social. El agasajo se complementa con sabrosos tamales, buñuelos y atole de los puestos que acompañan la fiesta.