l martes 21 de julio el ultraderechista Jair Bolsonaro hizo el tercer test para saber si seguía infectado por el Covid-19. El 22 vino el resultado: positivo y un día después apareció paseando en una motocicleta por los jardines del Palacio da Alvorada, la residencia presidencial. No usaba cubrebocas y se detuvo para conversar con jardineros y personal de limpieza. Ninguno de ellos llevaba mascarilla.
De los cientos de ejemplos de irresponsabilidad más allá de lo aceptable (aun tratándose de un personaje evidentemente desequilibrado como el presidente brasileño) ese quizás haya sido el más evidente: infectado desde hace 16 días, continuó amenazando la salud ajena.
No es necesario haber estudiado leyes para darse cuenta que se trata de un palpable ejemplo de crimen de irresponsabilidad cometido por la autoridad máxima del país.
Aislado en la residencia presidencial, Bolsonaro sigue presumiendo de manera patética el uso de cloroquina como medicamento infalible contra el Covid-19. Ya no se trata de recordar que médicos y científicos de todo el mundo, Brasil inclusive, no únicamente desmienten esa versión, sino que además de manera reiterada informan sobre los altos riesgos de su uso por los efectos secundarios que puede provocar.
Más allá de muestras de vergonzosa ignorancia, de estupidez primaria, la obsesión de Jair Bolsonaro abre espacio para que se examine sus tendencias de agresividad sin límites, casi homicida. Su desprecio rabioso por medidas de aislamiento social como único mecanismo de eficacia comprobada para evitar contagios, en tanto no se cuente con una vacuna –y aun así, refuerza esa imagen.
Hay otro aspecto grotesco en todo eso: Brasil dispone hoy de poco más de 4 millones de píldoras de cloroquina; la mitad donadas por su ídolo Donald Trump, al darse cuenta de que el medicamento no funciona contra el Covid-19. La otra mitad ha sido producida casi toda por los laboratorios farmacéuticos del ejército brasileño, cómplice de esa locura. Y, en parte ínfima, por laboratorios particulares vinculados o al clan presidencial o a allegados de Jair Bolsonaro.
Sobran píldoras que además de no servir para combatir la pandemia, amenazan seriamente la vida de quienes hacen uso de ella sin control médico riguroso. En tanto, faltan insumos básicos en prácticamente todos los hospitales públicos de Brasil; para empezar, anestésicos y sedantes. Desde mayo el Ministerio de Salud, encabezado por un general sin norte que esparció uniformados por los puestos clave, viene siendo enfáticamente advertido de ello, pero no se ha inmutado por un largo mes. ¿No debería considerarse otro crimen de responsabilidad?
De los miles de millones que Jair Bolsonaro, mentiroso compulsivo, alardea haber distribuido a estados y municipios para enfrentar al virus, el total efectivamente destinado no llega a 30 por ciento.
Otros miles de millones ofrecidos para crédito de emergencia a pequeñas y medianas empresas fueron a parar a las arcas de la banca privada, que optó por atesorar el dinero negándose a conceder préstamos a quienes agonizan ahogados en deudas.
No hay coordinación nacional junto a estados y municipios, la omisión del Ministerio de Salud lleno de militares reedita escándalos diarios, y no hay salida a la vista: hoy, un juicio político en el Congreso buscando sacar al desorbitado ultraderechista del sillón presidencial parece inviable, pese a los 49 pedidos de apertura que reposan en el escritorio de Rodrigo Maia, el derechista presidente de la Cámara de Diputados.
No es que falten razones legales, al contrario. Es que Jair Bolsonaro optó por literalmente comprar a sus antiguos pares, o sea, los diputados de carrera oscura e insignificante ávidos de cargos públicos y presupuestos para distribuir entre sus seguidores. Con eso se blindó.
Se trata de la vieja política
que él prometió ignorar y dar combate en su campaña de 2018 y que ahora abraza con pasión desmesurada.
Al fin y al cabo, se trata de una conmovedora vuelta al nicho más despreciable de la política de mi país, donde se originó el esperpento que a cada hora de cada día se hunde más y más en el lodo de donde, en verdad, nunca emergió.
Fuera del Congreso que insiste en no actuar, existe otra fuente de presión permanente sobre Jair Bolsonaro, sus hijos que actúan en política, legisladores incondicionales, empresarios y comunicadores de intensa actividad en las redes sociales.
Y esa presión avanza: se investiga, entre otros puntos, financiamento ilegal en la campaña electoral de 2018 y a lo largo de ese tiempo de Bolsonaro en la presidencia, de un esquema –vasto y caro– de difusión de noticias falsas en las redes sociales, además de ofensas a adversarios e incitación a iniciativas antidemocráticas, como las que piden intervención militar, encarcelamiento de opositores y cierre tanto del Supremo Tribunal Federal como del Congreso.
Algo es algo, desde luego. Pero frente a la amenaza reiterada no sólo a la democracia, sino a la vida de millones de brasileños, se requiere una acción más rápida. ¿Cuál? Nadie sabe.
Y mientras, la tragedia se expande y el descerebrado rabioso usa cloroquina tres veces al día. En vano.