ara decirlo pronto: hasta hoy no está en juego ningún modelo
nuevo para el desarrollo o la evolución política del país. Tampoco está en la orden del día de la política del poder la demolición del Estado o del modelo neoliberal
, convertido en el Frankenstein mexica. Si algo (de)muestra la experiencia mexicana, con sus modelos y modelajes, es la enorme dificultad que se tiene para (re)construir o cambiar de modelo sin echar al niño con el agua sucia de la bañera. La supervivencia, que diría O’Gorman, del virreinato a la Cuarta Transformación, sigue entre nosotros como desafío a toda modernización epidérmica o cambio mayor en la organización político-económica.
El persistente reclamo presidencial de que nos somos iguales
, que las cosas no son como eran
, son insuficientes para convencer de que transitamos por nuevos rumbos, y que este camino da cuenta del nuevo modelo
. Así en la economía como en la política y, como lo reaprendimos ayer, en nuestras relaciones con el resto del mundo y en particular con Estados Unidos.
Sin espacios adecuados para las deliberaciones, para argumentos y contra argumentos, los discursos sobre proyectos, estrategias y políticas, propios del tono democrático, corren el riesgo mayor de caer bajo el dominio de una espesa cultura del pensamiento único, que suele ser propiedad del poder. Obstáculo mayor al pensamiento crítico que lleva al conocer científico.
Al embarcarse en confrontaciones estériles, bajo estas coordenadas, la crítica y las oposiciones contribuyen a reforzar la postura del grupo gobernante, ahogando la posibilidad de deliberaciones e inscribiéndose en las dicotomías al uso conmigo o contra mi
. Sin entrar en la un tanto fútil polémica sobre las narrativas y su uso desde o frente al poder, podemos aceptar que el Presidente hace las cosas de un modo distinto al que nos tenía acostumbrado el presidencialismo del priato tardío
como gusta llamarle León García Soler.
Aparte de su fatuidad y solemnidad lamentables, las prácticas presidenciales de este siglo han estado abrumadas por las adherencias tectónicas de viejas y nuevas contrahechuras del sistema político que emergiera sigilosamente del tortuoso tránsito a la democracia que se llevó casi un cuarto de siglo.
La diversidad ideológica fue festejada y festinada, pero pronto pudo constatarse que, sin el eje articulador de una reforma estatal profunda, la celebrada diversidad se tornaría mera maniobra instrumental. Cuando no una simulación vestida de interpretación formalista que llevaría a la política no a su reinvención como práctica democrática de innovación institucional, sino a una rutina y una retórica procesalista.
El imperio de esta cultura de la sabiduría
, como la llamara Cerroni, contagia los otros estilos intelectuales; habría que dedicarle más atención porque puede impedir discernir acciones de emergencia frente a un agravamiento de la crisis actual. No creo que haya podido sentar sus reales en el campo de la salud y la enfermedad, gracias al denuedo de la clase médica, pero en otros flancos del quehacer estatal sí que lo ha hecho y bloquea el pensamiento crítico. Tal es el caso de la política económica, sometida al yugo de las creencias más remotas contra el gasto público, el endeudamiento en caso de obligada necesidad y en general una intervención sistemática y racional del Estado para evitar desastres provenientes de la economía y su mal manejo.
Es una pena que el secretario de Hacienda haya caído contagiado no sólo por el Covid-19, sino por el síndrome de la consolidación fiscal que el Presidente ha llevado a extremos irracionales. Al desacreditar tajantemente la propuesta de estímulos fiscales extraordinarios, argumentando el sacrificio de programas sociales para el año entrante, el secretario Herrera renuncia a pensar críticamente y a hacer política económica con base en la evidencia. En sus palabras: El planteamiento empresarial de otorgar estímulos fiscales a la planta productiva del país, como se ha hecho en naciones desarrolladas durante la actual emergencia sanitaria, implicaría enfrentar el año entrante pagos, sólo por intereses, que obligarían al gobierno federal a cancelar los programas sociales prioritarios
(Israel Rodríguez, La Jornada, 22/7/20, p. 20).
No es cuestión de aritmética, como parece pensarlo el secretario; es de razonamiento político e histórico. Seguiremos…