as obras más difíciles de hacer para Francisco Toledo en toda su vida son las que se exhibieron en su última exposición. También fue su producción final de cerámica de alta temperatura en la que empeñó toda su maestría técnica y que montó en el Museo de Arte Moderno en octubre de 2015.
Difíciles más que por la técnica, porque imaginó, mientras elaboraba con las manos las 95 piezas de cerámica, lo que sintieron los jóvenes en la matanza de Ayotzinapa, las víctimas de la guerra contra el narco, los ejecutados en Tlatlaya, los desmembrados en la guerra sucia, la violencia que riega sangre y cosecha calaveras. Figuras que sintetizaban con imágenes poderosas el dolor, el miedo, las distintas formas que adquiere ese sinsentido que es el mal y cuyo único motor es la destrucción.
Contra el mundo erotizado de su gráfica y pintura donde todos los seres se apresuran para cumplir con la ley del instinto, su exposición Duelo no era un mundo paralelo en el conjunto de su obra, sino antagónico. El Thánatos del Eros que había sido su estandarte.
Sin el gozo y la sensualidad que vibran en los colores de sus obras en general, en la cerámica de Duelo, la Muerte de Toledo, a diferencia de la de Posada, no es festiva, no baila, no invita a comérsela en figura de azúcar. Es áspera y oscura, roja y con el filo del hierro para hacer con las orejas cercenadas una pirámide del miedo.
Lo dijo con claridad su amigo Carlos Monsiváis: Francisco Toledo fue autor de su propia tradición. Y mejor aún, fue un inventor de sus propias tradiciones, pues nada de lo que aparece en su obra (cerámica, gráfica, óleo, fotografía, textil, escultura, herrería) había existido antes. Ni las leyendas ni las paradojas del animismo visual.
La primera obra que le permitió darse cuenta de que su mejor lenguaje se basaba en las imágenes fue el dibujo de Benito Juárez, con el que ganó el primer lugar en el concurso organizado en la primaria José María Morelos, de Minatitlán, Veracruz, cuando apenas tenía nueve años. Con ese antecedente no debería sorprendernos que a sus 19 años, Antonio Souza le organizara su primera exposición en la Galería de Artistas Contemporáneos ni que el mismo galerista le consiguiera una exposición individual en el Fort Worth Center de Dallas, Texas.
Más fiel a su instinto que a las tendencias, Toledo nunca se asimiló a sus contemporáneos en la Generación de la Ruptura. Más que romper con la inercia de la Escuela Mexicana de Pintura, pretendía ilustrar mitos y permanecer cerca de su comunidad. Desde entonces está presente esa zoología fantástica tensada por la sexualidad y los rostros de la mujer y el hombre transfigurados por el deseo y sus ondas expansivas.
La contundencia de su genio hizo que Henry Miller escribiera el texto del catálogo para la primera exposición individual de Toledo en la galería Daniel Gervis, en París. En esa misma ciudad Octavio Paz se enteró de que Tamayo, al regresarse definitivamente a México, le había regalado sus espátulas y pinceles al artista juchiteco. Para el poeta, Tamayo le entregaba simbólicamente la estafeta al jovencísimo Toledo.
El alfarero de la arcilla estupefacta, como lo llamaba Monsiváis; el grabador de las fábulas del deseo de los tiempos primigenios que siempre son los actuales, Toledo hizo de su obra artística –y notoriamente al final de su vida– la obra de sus causas aunque su ética y estética siempre caminaron juntas.
Fue el artista que al enterarse de los asesinatos de estudiantes en Ayotzinapa protestó haciendo papalotes con sus rostros y montando una exposición con cerámicas para fijar el horror de la década anterior; el mismo que después de la matanza del 68 arrancó y destruyó parte de su obra expuesta en las Olimpiadas Culturales. ¿Y qué decir del apoyo decidido y generoso a La Jornada, el periódico al que donó mil grabados cuando inició el proyecto del diario y 30 más en 2014, para apoyar su financiamiento?
Los grandes artistas crean con su obra su propia legislación, fincan sus leyes. La de Toledo nos magnetiza como ilustrador de mitos, alfarero de la arcilla estupefacta, tejedor del deseo con una urdimbre que nos viene de la antigüedad; grabador que estampó las escenas del jardín primigenio donde hombres y animales se afanan por cumplir la ley del instinto.
También nos atrae al epicentro de sus causas para defender el patrimonio y conservar la memoria en archivos fotográficos, centros de educación, bibliotecas, y a su activismo contra los transgénicos y el Tren Maya y en favor de una prensa libre e independiente.
Los grandes artistas como Francisco Toledo son la voz de la tribu. Son los que lo sienten todo, los que todo miran. Son de los pocos que con sus obras y sus actos son, muchas veces, los otros. Este mes que cumpliría 80 años cuánta falta nos hace.