Más que una estación del Metro, Miguel Ángel de Quevedo es el Apóstol del Árbol
l nombre Miguel Ángel de Quevedo no es ajeno a los capitalinos, basta con preguntarlo para recibir como respuesta que así se llaman una avenida y una estación de Metro en el sur de la Ciudad de México; aun así, me atrevo a asegurarle que si pregunta en la calle, o a amigos y familiares, el porqué se reconoce a este personaje nombrando vialidades en su honor, pocos conocerán las razones.
Nació en Guadalajara el 27 de septiembre de 1862, a inicios de la segunda intervención francesa, en un país dividido entre liberales y conservadores. Fue el sexto hijo de una acaudalada familia; su abuelo, don Manuel García de Quevedo Mier y Villegas, llegó de España a México en 1771 con el cargo de Oidor de la Real Audiencia de Guadalajara y, ya en la Nueva España, contrajo matrimonio con María Eusebia Portillo, descendiente de uno de los capitanes que acompañó a Hernán Cortés en la Conquista de México, proeza de la que hoy día sus descendientes no necesariamente podrían estar muy orgullosos (o sí, uno nunca sabe), pero de la cual su marido Don Manuel se redimió, pues hay que reconocerle que aportó a la historia de México bastante más de lo que podría pedírsele a un representante de la corona española (así en minúsculas, es que soy republicano): rescató a Ignacio Allende de ser fusilado tras la batalla del Puente de Calderón, lo que le hizo ganar no sólo el agradecimiento, sino también la simpatía, de los héroes que iniciaron el movimiento que culminó con la Independencia de México.
Miguel Ángel de Quevedo gozó de una infancia privilegiada y, debido a la cómoda posición de su familia, tuvo la oportunidad de asistir a las mejores escuelas. Desafortunadamente, siendo aún adolescente, aquella favorecida situación cambió con la repentina muerte de su madre, seguida pocos años después por la de su padre, quien, a diferencia de lo que señalan algunos historiadores, no murió debido a una epidemia, sino por estallamiento de vísceras días después de haber sido rescatado de un secuestro en el que permaneció enterrado hasta el cuello.
En una situación de absoluto desamparo, Quevedo tuvo que dejar el país y trasladarse a Francia con su tío Bernabé, entonces abad de Bayona, quien se ocupó de que continuara y concluyera sus estudios. En Francia, normalmente se utiliza un solo apellido –el paterno–, por lo que el joven Miguel Ángel García de Quevedo y Zubieta acortó su nombre completo adaptándose a una nueva vida en otro continente, en un país cuyas costumbres y clima eran muy distintos a lo que estaba acostumbrado, y en el que además tuvo que aprender otro idioma.
Ante los nuevos retos, Quevedo tuvo el acierto de percatarse sobre la posición en la que se desenvolvía sabiendo que lo podría llevar muy lejos si la aprovechaba para desarrollar su enorme potencial, y así lo hizo. Las relaciones del tío Bernabé llegaban hasta lo más alto de las esferas del poder –tan es así que fue nombrado obispo de Bayona por el papa Pío IX, aunque, en una muestra de amor a su patria, rechazó el nombramiento para no perder su nacionalidad mexicana–, por lo que Quevedo tuvo la posibilidad de conocer y entablar amistad y colaboraciones con personajes prominentes de la época, principalmente científicos, entre ellos Alfred Durán Claye, Gastón Planté y Luis Pasteur. Imagine usted, estimado lector, la riqueza en las conversaciones entre Pasteur, Padre de la Microbiología Moderna, y Quevedo, El Apóstol del Árbol, en algún café parisino a orillas del Sena a finales del siglo XIX.
Fue Gastón Planté, científico francés con ascendencia mexicana e inventor del acumulador eléctrico, quien recomendó a Quevedo con los mejores educadores de aquel entonces; entre ellos estaba Alfred Durand-Claye, ingeniero en jefe de la ciudad de París, a quien Miguel Ángel de Quevedo le aprendió la enorme importancia de la conservación de los bosques, al mismo tiempo de percatarse sobre una característica en el desarrollo de las grandes ciudades europeas: además de estar rodeadas por bosques, no crecían de manera indiscriminada –a diferencia de lo que aún sucede en México–, sino que se urbanizaban de manera ordenada y, algo que entusiasmó a Quevedo, procurando la armonía con el medio ambiente.
En 1887, poco antes de culminar sus estudios de ingeniería en la prestigiosa Escuela de Puentes y Calzadas de París, y como parte de una práctica universitaria, Miguel Ángel de Quevedo colaboró en la cimentación de la torre Eiffel. Un año después regresó a México ganando prestigio, por lo que le fueron encargadas diversas obras y proyectos –por particulares y autoridades– durante el régimen de Porfirio Díaz, en el que la modernidad
y el progreso
eran prioridad en el discurso oficial, por lo que se cedía la explotación indiscriminada de los recursos nacionales a las grandes potencias.
Don Miguel Ángel se percató de que la Revolución Industrial había arrasado con ecosistemas completos, y que las compañías extranjeras llevaban a cabo una actividad depredadora con la que se devastaban los bosques y recursos naturales mexicanos, por lo que, preocupado ante el desastre que implicaría el aniquilamiento de los ecosistemas, inició su incansable labor para detener la devastación y recuperar lo hasta entonces perdido. Digamos que Quevedo cayó en blandito
, pues la sociedad porfirista simpatizó con el recién llegado de París que presentaba un proyecto que garantizaba beneficios a la Ciudad de México, entre ellos, eliminar las polvaredas e inundaciones, y afrancesar
su paisaje urbano.
Quevedo fundó el Servicio Forestal Mexicano, introdujo la primera planta hidroeléctrica del país, creó la primera Junta Central de Bosques Arbolados, inició un proyecto educativo para crear conciencia en materia de medio ambiente al fundar la Escuela Nacional Forestal, creó los Parques Nacionales y, entre varios proyectos más, logró la promulgación de la primera Ley Forestal Mexicana.
Además, e inspirado en Nezahualcóyotl, Miguel Ángel de Quevedo –en terrenos de su propiedad que donó a la nación– creó el primer vivero forestal del México Independiente, hoy conocido como Viveros de Coyoacán, ideado para que los capitalinos forestemos nuestras viviendas y colonias, y disfrutemos de paseos en la naturaleza. Lamentablemente, la donación de Quevedo es hoy más que un vivero una pista de atletismo, y en ella los paseantes deben cuidarse ante las embestidas de algunos corredores adueñados de un espacio público que, junto con el proyecto de rodear a la Ciudad de México por un cinturón de 10 kilómetros de bosques, forma parte de, como menciona Luz Emilia Aguilar Zinser, bisnieta de Quevedo, parte del sueño incumplido del Apóstol del Árbol, cuyo imprescindible legado repasamos en esta colaboración, para así, cada vez que nos subamos o bajemos del Metro en la estación M A de Quevedo, no nos cause extrañeza que su logo sea, justamente, un árbol.