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Mar de Historias

Cloro

Q

uerida Nora:

Lo que me reclamaste la semana pasada ahora te lo reprocho a ti: hermanita, ahora fuiste tú quien dejó descolgado el teléfono y necesito hablar contigo, aunque luego te pongas a sermonearme. Por cierto, te aclaro que mi cel no está en buzón –según dijiste como de costumbre–, sino inservible: estaba desinfectando con cloro el water y se me cayó dentro de la taza. ¿Sabes lo que hice, aparte de morirme del asco? Ponerme a llorar.

Andrés me dijo que no era para tanto. Que lo pusiera en el sol para que se secara. Se me hizo fácil seguir el consejo, lo malo es que traía los guantes puestos y como me entorpecen mucho el movimiento de las manos, al asentarlo en el marco de la ventana se me cayó a la banqueta. Afortunadamente, a esas horas estaba llegando el trompetista que viene a tocar a diario y pudo recoger los pedacitos de mi cel. Luego, muy amable, subió a entregármelos. Es alentador saber que todavía quedan personas honradas en este mundo. Lo digo en serio.

II

Como siempre, tengo muchas cosas que decirte, pero antes quiero felicitarte por haberles pedido a tus alumnos que escribieran una composición para el Día del Padre. Me sorprendió que este domingo fuera a celebrarse, porque alguien me dijo que sería hasta agosto. Lo importante es que logremos llegar a esas alturas del año menos presionados, que las semanas de confinamiento empiecen a convertirse en un mal recuerdo de lo que llamo la era del cloro.

Como sabes, odio el olor de los desinfectantes porque me recuerdan cuando íbamos a visitar a mi papá al hospital. Sin embargo, me guste o no, ahora tengo que soportar todo el tiempo el del cloro. Me obsesiona tanto que la otra noche soñé que de la llave del fregadero, en vez de agua, salían chorros y más chorros de desinfectante.

Tal vez se deba al encierro ya tan prolongado, pero noto muchos cambios en mí, y me temo que no son para bien. Me he vuelto asustadiza, obsesiva, irritable y últimamente me ha dado por tener pesadillas. Por ejemplo que estoy atrapada en un incendio o que conforme bajo la escalera de mi casa los escalones se van desmoronando. Hay noches en que, por temor a esa especie de alucinaciones, no quiero irme a dormir.

¿Sabes, Nora? A veces tengo la impresión de estar enloqueciendo, y eso sí me da pavor. Andrés dice que no me preocupe tanto, apenas salgamos del confinamiento se me pasará. No estoy tan segura ni creo que logremos olvidar lo que hemos experimentado en estos meses, me refiero sobre todo a la sensación de miedo y a la incertidumbre de lo que pasará cuando volvamos a la nueva normalidad.

III

¿Cómo te la imaginas? ¿Cómo la entiendes? Si no te hubieras olvidado de colgar tu teléfono me contestarías ahora sin tener que esperarme hasta que podamos hablar. ¿Te das cuenta de que nunca hemos dejado de hacerlo? Cosa rara, porque a veces las familias, las hermanas, acaban por distanciarse.

Andrés no comprende de qué tanto hablamos.

Le digo que, ahora, de lo mismo que todo el mundo: el virus, el número de contagiados y muertos, etcétera; antes, nuestros temas eran el trabajo, lo que estábamos leyendo, adónde habíamos ido y muchas veces también te pasaba recetas de cocina. Era divertido.

Te confieso que tampoco entiendo qué puedan decirse Andrés y su hermano Mario en los pocos minutos que hablan por teléfono. Por cierto, ¿te dije que mi cuñado mantuvo su restorán cerrado por tres meses? Pues ya lo abrió. Acondicionarlo le ha salido en un dineral y lo peor es que tiene muy poca clientela. Para mí, y esto nada más a ti te lo digo, acabará por quitarlo definitivamente. Creo que si todavía no lo ha hecho es porque no quiere dejar sin trabajo a sus empleados.

IV

Mira cuánto te querré que, por un buen rato, para escribirte, he suspendido mi relación amor-odio con el cloro, los guantes y el cubrebocas. La tela de que están hechos tiene un olorcito muy especial, dulzón: otra cosa que no olvidaré y que, por supuesto, aparece en mis pesadillas.

No debería ser tan pesimista porque, en medio de todo, somos afortunados: nadie de la familia ni entre los amigos está enfermo. Andrés ha sido de lo más paciente conmigo y me ayuda mucho en la casa. Al principio como que no quería, pero luego se dio cuenta de que hay cosas que ya no puedo hacer por lo de mi columna. Me ha molestado un poco porque no he querido que venga Lucila a darme los masajes. Ya los reanudaremos cuando se pueda; mientras, ella y yo seguimos en contacto por teléfono.

El otro día que me llamó, le noté la voz muy rara. Temí que estuviera enferma. Me dijo que no y se soltó llorando: va a separarse de su esposo. Me comentó que al principio del confinamiento su relación estaba bien, pero que después él se había vuelto muy impaciente y agresivo con ella y con los niños. En el último pleito le había dicho cosas horribles y, para colmo, delante de sus hijos. Después de eso Lucila no quiere seguir viviendo con su marido. ¿Te fijas? Hay quien dice que a las palabras se las lleva el viento, pero ya ves que no. Ojalá que muy pronto, cuando nos comuniquemos por teléfono, pasemos un buen rato hablando de algo que no sea el virus, el tapabocas y el cloro. En serio, no sabes lo que daría porque mañana pudiéramos conversar, como antes, acerca de las cosas simples, de la vida cotidiana. Tal vez a alguien esos temas le parezcan insignificantes; quizá lo sean, pero a fin de cuentas son parte muy valiosa de la vida.

Recibe muchos abrazos y, por favor, ¡con un carajo!, cuelga el teléfono.