na de las avenidas más importantes de la ciudad ha sido, desde hace centurias, la que hoy conocemos como Eje Central Lázaro Cárdenas. Hasta los años 70 del siglo XX, en distintos trechos llevó los nombres de Santa María la Redonda, San Juan de Letrán y Niño Perdido.
Alguna vez comentamos que los apelativos de las calles de la antigua Ciudad de México, hoy Centro Histórico, solían aludir a alguna institución, personaje, oficio o leyenda que había acontecido en dicho tramo de la vía o tenía ahí su sede.
De niña me impresionaba que una calle se llamara Niño Perdido, quería saber la razón y nadie parecía conocerla. Ya de adulta se lo pregunté a don Miguel León Portilla, quien me comentó que había una versión que hablaba de una pequeña capilla que estaba en ese trecho de la avenida que recordaba cuando el Niño Jesús se perdió en el templo.
Cuando estaba al frente del Consejo de Cronistas revisando leyendas de la ciudad encontré una que remonta el origen del nombre a 1659, en que don Enrique Verona, joven y talentoso escultor de origen castellano, contratado para colaborar en la elaboración del Altar de los Reyes de la Catedral, se prendó de la bella doña Estela de Fuensalida, a quien pretendía el opulento platero don Tristán de Valladares, tan vasto en dinero como en años. La agraciada joven, enfrentando la furia del platero, prefirió el amor del artista, con quien contrajo matrimonio e instaló su residencia por los rumbos del río la Piedad, donde nació su primer hijo.
Al poco tiempo del nacimiento del primogénito, una noche de diciembre, alguien prendió fuego al pajar contiguo a la casa de la feliz pareja y entre las llamas, la humareda, la angustia y los gritos, el pequeño desapareció.
La madre en total abatimiento corría por la calle gritando ¡mi hijo se ha perdido!
, ¡madre mía, devuélveme al niño perdido!
Cerca del amanecer, la madre desolada, vio la figura de un hombre que cubría un bulto con su capa; sin dudarlo, se lanzó sobre el sujeto que resultó ser el pretendiente despechado que huía con el pequeño hijo de la amada. A partir de esa fecha ese tramo de la importante avenida recibió el nombre de Niño Perdido en recuerdo del angustioso incidente.
Tiempo después recibimos un estudio del joven historiador Alejandro Hernández García, quien realizó una investigación acerca del Colegio de San Juan de Letrán, del que poco se sabía con detalle.
Entre otros datos nos enteramos que su fundación data de alrededor de 1548, fecha en que fue aprobada por el Real Patronato, siendo así de las primeras instituciones educativas de la Nueva España. Tenía el propósito de acoger niños mestizos, hijos de india y español, que eran abandonados a su suerte. A tres personalidades de la época se adjudica su creación: el virrey Antonio de Mendoza, el obispo fray Juan de Zumárraga y el misionero franciscano fray Pedro de Gante.
A lo largo de los siglos la institución decayó, pero por fortuna contamos con una sabrosa crónica de Guillermo Prieto donde nos relata la creación de la Academia de Letrán, en 1836. Se fundó en las habitaciones que ocupaba José María Lacunza, quien era maestro en la institución, lo que le permitía vivir ahí. Se reunían jóvenes escritores que habrían de llegar a ser glorias de la literatura y el pensamiento crítico y liberal, como Ignacio Manuel Altamirano, Manuel Carpio, Mariano Galván, Eulalio Ortega, Manuel Gorostiza y el propio Prieto.
Este último dejó en sus memorias una descripción del antiguo colegio letranense que habría de ser demolido en 1857: “…Era un edificio tosco y chaparro, con una puerta cochera por fachada, un conato de templo de arquitectura equívoca y sin techo ni bóvedas… El colegio, en el interior, estaba dividido en dos extensísimos patios de todo punto desguarnecidos, ruinosos y sombríos… En el segundo patio estaba la biblioteca, materialmente enterrada en el polvo, con los estantes desbastados y cortinajes de telarañas”.
Ojalá algún día se coloquen placas que recuerden los antiguos nombres y se conserve la memoria histórica de la ciudad.