¿El estado en cuestión? Nunca ha estado
el Estado más presente, nunca han sido los
Estados más poderosos. De ahí una tentación
doble: la del aprovechamiento, la de la negación.
Francois Chatelet y Pisier Kouchner. Las concepciones políticas del siglo XX.
Hoy más que nunca necesitamos Estados legítimos a la vez que expertos y responsables… Estados que por lo general no tenemos, de modo que habrá que procurarlos. El COVID-19, y en un sentido más amplio la crisis de la relación sociedad-naturaleza, reclaman un activismo estatal calificado; siendo indispensable, la autogestión ciudadana no basta ni con mucho para hacer frente a turbulencias planetarias como el cambio climático, las pandemias y sus secuelas socioeconómicas. Por fortuna, en el México de la 4T hay ese protagonismo, lo que explica que estemos tan atentos a las conferencias vespertinas de López-Gatell. Y reconocer esas vitales incumbencias estatales importa porque una parte de las izquierdas de por acá venimos del antiestatismo idiosincrático. Trataré de ponerlo en perspectiva.
He dicho que la pandemia es una experiencia desnuda planetaria y también que de las experiencias colectivas a raíz nacen practicas sociales inéditas, ¿catapultará el COVID-19 un mayor protagonismo de los Estados? Estamos en plena turbulencia y no es posible asegurarlo, pero puede ser útil recordar lo que se gestó en otros eventos traumáticos.
Hace 35 años los chilangos vivimos una experiencia radical: un terremoto que dejó destrucción, sufrimiento y más de 20 mil muertos. La novedad positiva que nos trajo fue el nacimiento de la “sociedad civil”. Ante un evento natural catastrófico que paralizó al gobierno, los ciudadanos emprendieron el rescate de las víctimas supliendo la ausencia del Estado. Y de ese activismo surgió una inédita civilidad. No como concepto, que ya estaba ahí, sino como práctica multitudinaria que muy pronto se reconoció a sí misma y fue extendiéndose a otros ámbitos. Así junto a los gremios y los agrupamientos políticos ya existentes, aparece un nuevo actor: una ciudadanía que se organiza para autogestionar necesidades sociales que el gobierno no atiende, un novedoso activismo que a veces desata movimientos multitudinarios y otras conforma pequeños núcleos temáticamente especializados: las famosas ONG.
Y del activismo emerge un nuevo imaginario sustentado en el amor a la sociedad y el odio al Estado (“el más frío de los monstruos fríos”, dijimos algunos, siguiendo a Nietzsche). Un radical cambio de énfasis por el que también pasamos de la Historia a las historias, de lo estructural a lo territorial, de la ciencia a los saberes, de las clases a las identidades, de la nación a la localidad, del poder gubernamental al poder popular, de los partidos a los movimientos, de la política a lo político… El ensayo de Carlos Monsiváis subtitulado Donde aparece la sociedad civil, que disecciona en estos términos las secuelas del sismo, termina en 2005 dando cuenta de la Marcha del Silencio, en la que un millón doscientas mil personas apostaron por Andrés Manuel López Obrador como futuro presidente de la República; acontecimiento liminar que simbólicamente señala el fin del antiestatismo a ultranza y el arranque de la lucha por un cambio de régimen.
Porque con el siglo llegan también nuevos vientos societarios y la política, los partidos y los Estados van recuperando protagonismo cuando, tras algunos años de fuertes movimientos contestatarios, las izquierdas sociales de muchos países forman partidos y en ocasiones ganan gobiernos. En América Latina es el “progresismo” de Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay, Bolivia y Ecuador; en Europa parte de los aganaktismeni griegos pasan de la Plaza Syntagma al partido Syriza y los indignados españoles hacen posible Podemos; en estados Unidos los ocupa Wall Street animan el socialismo democrático de Bernie Sanders en el Partido Demócrata, y así.
Los usos societarios no se siguen unos a otros, sino que se superponen y traslapan, de modo que las batallas por el poder estatal no cancelan la autogestión comunitaria y la construcción de poder popular. Al contrario. Sin embargo, lo cierto es que con el siglo XXI llegó también una revalorización de lo estatal como palanca emancipatoria.
Relevancia que la pandemia va a potenciar, pues cada día resulta más claro que solo los Estados y los organismos multilaterales pueden movilizar las capacidades y los recursos necesarios para hacerle frente. La solidaridad, el apoyo mutuo, la cohesión comunitaria son indispensables para sobrevivir al COVID-19, pero únicamente instancias centralizadas como las gubernamentales pueden generar, captar, procesar e interpretar la información necesaria para tomar decisiones sustentadas y para de inmediato poner en acción los ingentes recursos institucionales, económicos y materiales que se requiere para operarlas. Si lo hacen o no, es otra cosa. Pero, si no son ellos ¿quién?
La humanidad entró en zona de turbulencia, una crisis multidimensional que cuestiona el orden económico, social y político, pero también el tipo de relación que tenemos con la naturaleza: degradación medioambiental, calentamiento global, estrés hídrico, pérdida de biodiversidad, astringencia energética, insuficiencia alimentaria y por último, aunque no menos importante, emergencias sanitarias que ponen en entredicho nuestra sobrevivencia biológica. Una contingencia civilizatoria múltiple cuya contención y eventual superación demanda esfuerzos extraordinarios a todos los niveles: las personas, las familias, las comunidades, las naciones y los Estados incluyendo lo que hay de organismos multilaterales. Con menos no salimos de esta.
¿Que la mayor parte de los gobiernos sirve a otros intereses y/o carece tanto de capacidades como de recursos, que los acuerdos sustantivos entre naciones parecen imposibles y que los organismos multilaterales existentes responden más a las trasnacionales que de la humanidad? Así es, en efecto. Pero cambiar tal estado de cosas es asunto literalmente de vida o muerte y en estos días miles de millones de personas se están dando cuenta.
Navegamos hacia el iceberg y hay que corregir rápido el rumbo del Titanic. Sin embargo, algunos piensan que no tiene caso cambiar de timonel -pues todos son iguales- y es mejor dejar que se hunda el barco confiando en que de por sí sabemos remar y habrá lanchitas suficientes para todos. “La transición actual adoptará la forma de una decadencia o desintegración más que de una transformación controlada. Debemos perder el miedo a una transformación que toma la forma de derrumbamiento desordenado y anárquico … pero no necesariamente desastroso”, escribía a fines del siglo pasado Immanuel Wallerstein. Y concluía sosteniendo, optimista, que es posible que el derrumbe y la desintegración sea el mejor modo de transitar a “un sistema histórico menos jerárquico”. Hoy en que la “desintegración”, el “derrumbamiento”, el “desorden”, la “anarquía” son escenarios posibles y cercanos ¿pensaría lo mismo el brillante historiador? Sospecho que no.
En cuanto a mí, estoy convencido de que debemos trabajar por una “transición controlada”, por un recambio civilizatorio ordenado, por una revolución lenta pero persistente y acumulativa, por un curso emancipatorio utópico y a la vez posibilista por el que algunos de hecho ya vamos marchando. Y si en este camino siempre fue importante recuperar al Estado (mover al elefante reumático, decimos aquí), hoy es fundamental para hacer frente a la pandemia y sus secuelas sociales y económicas.
El nuevo estatismo posCOVID-19 me parece insoslayable… y peligroso. Porque la intervención emergente de los gobiernos en la vida social puede conducir al totalitarismo, a la vez que la complejidad de las medidas necesarias propicia las imposiciones tecnocráticas. Un neofascismo, con o sin “expertos”, que en algunos lugares ya tenemos y en otras está surgiendo.
Tensión entre bondades y riesgos que es consustancial a la crisis de la modernidad, pues el Estado-nación liberal dio de sí… pero sin él no salimos del atolladero, y se evidenció el potencial destructivo de una tecnociencia… cuyos aportes son indispensables para hacer frente a las grandes emergencias. No hay salida de la modernidad sin emplear en el escape los recursos intelectuales, institucionales y materiales que forjó la modernidad. Ahí está la oportunidad, ahí está el riesgo.
Las condiciones para la emergencia de la sociedad civil ya estaban ahí, pero el terremoto del 1985 hizo que embonaran las piezas del rompecabezas definiendo un antes y un después. El reconocimiento de las incumbencias del Estado en los cursos emancipatorios viene de atrás, pero la pandemia de 2020 la está haciendo más evidente y configura un parteaguas. Sin embargo, será una batalla; un duro forcejeo entre quienes lo quieren al servicio del capital, quienes lo ven como enemigo jurado y quienes creemos que, junto con la sociedad organizada, puede ser una palanca decisiva del cambio libertario y justiciero. •