Editorial
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SpaceX y la privatización del espacio
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e acopló ayer a la Estación Espacial Internacional (ISS, por sus siglas en inglés) la cápsula tripulada estadunidense Crew Dragon, lanzada el sábado e impulsada por el cohete Falcon 9, ambos propiedad de la empresa SpaceX, del magnate de origen sudafricano Elon Musk.

Aunque tiene algunos aspectos tecnológicos innovadores con respecto de los vuelos espaciales tripulados que se realizan desde hace 60 años, la misión que llevó a dos astronautas de la gubernamental Administración Nacional de la Aeronáutica y el Espacio (NASA) a la ISS no es en sí misma una proeza técnica; su relevancia reside, en cambio, en que se trata del primer lanzamiento efectuado por estadunidenses y en territorio estadunidense desde 2011, año en que fue cancelado el programa de los transbordadores espaciales tras 135 misiones y dos accidentes fatales en los que murieron 14 astronautas.

Durante los siguientes nueve años, Rusia fue el único país capaz de llevar a seres humanos al espacio exterior, y sus vehículos Soyuz, el único medio tripulado para transportar pasajeros entre la ISS y la Tierra, lo que fue vivido por sectores políticos y empresariales de Estados Unidos como una prolongada humillación. El fin de los transbordadores no sólo fue causado por la pérdida de dos de sus naves de un total de cinco operativas, sino también por la desmesura de sus costos y lo improcedente de un aparato en el que se combinaban una cápsula espacial, un vector de carga orbital y un avión.

Por añadidura, las misiones terminaron siendo una tarea rutinaria y poco impresionante para la opinión pública; llegaron, así, las presiones para recortar los presupuestos para la NASA, hasta el punto de que esa dependencia, que con las misiones Apolo a la Luna había llegado a ser el máximo estandarte del orgullo estadunidense, perdió la capacidad de enviar personas al espacio.

A partir de 2014 se configuró un nuevo escenario, en el que la dependencia licitó sus instalaciones de lanzamiento entre distintas empresas privadas como Boeing, Blue Origin, Virgin y la propia SpaceX. Asimismo, ofreció contratos a las que fueran capaces de operar misiones tripuladas.

Aunque tanto en Estados Unidos como en Europa las compañías particulares han estado siempre presentes en la industria espacial, tal presencia se limitaba, hasta ahora, a la condición de proveedores de elementos y partes. Durante las etapas iniciales de la conquista del espacio, a lo largo de la competencia entre el Este y el Oeste, y en la posterior etapa de cooperación internacional que tuvo en la construcción de la ISS su logro culminante, se dio por hecho que la conducción y operación de las actividades espaciales correspondía a los gobiernos. Ello no sólo permitía centralizar y planificar el sector, sino que facilitaba los imprescindibles acuerdos normativos internacionales.

El vuelo de la Crew Dragon es la culminación de un proceso en el que Washington parece dejar atrás esa lógica para abrir la inquietante posibilidad de que el espacio exterior se convierta en un escenario no de la competencia entre países, sino entre empresas particulares, lo que podría traducirse, a su vez, en desregulación, rapiña e irracionalidad.

Es claro que el libre mercado no debe enseñorearse del espacio orbital ni de los cuerpos celestes próximos a nuestro planeta y que las autoridades nacionales pueden organizar como lo deseen sus actividades espaciales, pero que ante la comunidad internacional deben figurar como responsables únicas y plenas de lo que hagan más allá de nuestra atmósfera.