iensa en una jungla con enredaderas espinosas entretejidas en matorrales tortuosos, frutas caídas, rayos de sol coníferos, animales de rama en rama, arriba, mamíferos en abundancia, jaguares, un billón de ranas, insectos cruzando tu camino, abajo. El virus está en todas partes y en ninguna parte. Su código genético tan minúsculo para hospedarse en cualquier cosa viva. Pero nadie puede decirte en qué insecto, mamífero, pájaro o planta se esconde. Tú avanzas, destruyendo todo con tu maquinaria y tu conocimiento.
Piensa en la especie humana, no en ti, sino en tu especie. Las posibilidades de encuentros humanos en pequeñas calles y en aviones, de aquí a allá, acumulando basura, objetos, cuerpos en abundancia escupiendo, riendo, sudando, tosiendo, llorando, tocando, estornudando, besando, chillando, hablando, chocando, gruñendo. El virus está en ellos, pero nadie puede decirte en qué humano se ha infiltrado.
Sin duda, esta enfermedad no nos está encerrando porque sí. Su presencia es resultado indeseado de las cosas que seguimos haciendo que reflejan la convergencia de dos crisis en nuestro planeta: la ecológica y la sanitaria.
Las actividades de la humanidad están desintegrando ecosistemas naturales. La tala, la infraestructura invasiva, la agricultura, la caza y el consumo de animales salvajes, la ganadería, la extracción de minerales, la expansión urbana y suburbana, la contaminación química, las islas de basura en el océano, el cambio climático. Conocemos los márgenes generales de ese problema. Esto no es nuevo. Pero ahora, con la tecnología y el comportamiento humano, millones de criaturas, la mayoría de ellas desconocidas o mal entendidas, están en contacto con nosotros. Y esos millones de criaturas que están integradas en relaciones ecológicas que limitan su abundancia y su rango geográfico incluyen los virus. ¿Por qué se salen de su hábitat?
Los virus comúnmente habitan un tipo de animal o planta, con quienes mantienen relaciones íntimas, antiguas y dependientes pero benignas. Son especies milenarias que al ver su ecosistema destruido –como toda especie en este planeta que de repente se encuentra incitada, desalojada, privada de su hábitat– tienen dos opciones: encontrar un nuevo hábitat o extinguirse. No es que nos ataquen específicamente. Es que los humanos estamos tan obscenamente disponibles que ofrecemos una magnífica oportunidad de hábitat con todos los miles de millones de cuerpos humanos conectados globalmente.
Por eso, estas patologías que pasan de especie a especie representan la amenaza más importante y creciente para la salud mundial.
Justo en febrero, investigadores del Laboratorio de Ecología de Enfermedades y Una Salud, de la Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia de la UNAM, comunicaron respecto al coronavirus que la conservación y estudio de hábitats naturales es un asunto de salud pública imprescindible, pues la transformación del paisaje y el comercio de animales favorecen enfermedades virales que conocemos muy poco, sostienen. Por eso la necesidad crítica, desde Salud, de vigilar la salud ambiental e identificar patógenos en formas de vida no-humana para actuar con certeza y precisión en la distancia emocional del siguiente brote, dicen, porque están dengue, ébola, estreptococos, salmonela, malaria, H5N1, H1N1, hepatitis E, VIH y otros cientos inevitables por surgir.
Suena razonable, ¿no? Al comer y enjaular animales, al asediar hábitats, al arrinconar y exterminar especies, y al consumir ecosistemas que ni siquiera conocemos contraemos también sus bacterias, sus virus, sus enfermedades. Esta realidad añade a la emergencia sanitaria de hoy, la urgencia del problema eco-sanitario de ayer, y de mañana. ¿Y qué se hace? Por ahora esa lucha se posterga, se pospone, se cancela. Mientras la enfermedad nos arresta, la destrucción del ambiente prospera.
* Sociólogo