e un modo o de otro, lo que siempre he buscado hacer en la vida ha sido tender a aproximarme a la gente. De muy joven creí que podía lograrlo a través de la medicina y el sicoanálisis, pues son aproximaciones que encuentran a los demás al desnudo, vencidos por la enfermedad o por las emociones. Al mismo tiempo, creía que, paralelamente, podía acercarme a los otros mediante la literatura. De hecho, desde niña, si obviamente no con toda la conciencia que el asunto merecía, empecé a encaminarme por estas dos vías hacia una misma finalidad. Descarté la ciencia y me aboqué y me entregué a la escritura literaria cuando advertí que como escritora me podía equivocar, lo opuesto a lo que por cierto no debía sucederle al médico o al psicoanalista al tratar a quienquiera que cayera en sus manos. Esta argumentación me ha dado suficiente tranquilidad y me ha armado de suficiente libertad como para que, de aquellos vacilantes primeros años a mi momento actual, además de haber seguido llevando diario, haya yo podido escribir y publicar una veintena de libros, y de igual modo haya yo podido mantenerme como colaboradora de este mismo diario durante más de un cuarto de siglo. A través de la escritura, ya fuera en un diálogo conmigo misma o ya fuera en el diálogo que he extendido hacia el lector. En esto ha consistido mi existencia, así haya sido de forma acertada, o así haya sido de forma equivocada.
Sin embargo, hace unos días leí un artículo de Arnoldo Kraus sobre el dolor, en el que, como médico, otorga a la comunicación oral con el paciente igual importancia que a los estudios de laboratorio o radiológicos o electrónicos para conocer al enfermo y de ahí poder acertar en el tratamiento al que someterlo. Por escrito, le comenté que hablar con otro y ser escuchada por otro eran necesidades que reconocía en mí desde hacía poco. Que parecería que no ha sido suficiente ser una escritora al menos algo leída y una buena lectora. Que, insólitamente, parecería que no ha sido suficiente ser diarista, llevar diario, diariamente, desde hace seis décadas al día de hoy.
Sin embargo, con estas líneas pretendo rectificar este quizás impulsivo comentario que le hice a Kraus. Empiezo por advertir o recordar al lector que, al igual que el de un sinnúmero de personas, mi estado de ánimo es cambiante. Así, lo que hoy le comentaría a Kraus, con signos de admiración que dieran énfasis a mis palabras, más bien sería que ¡ya quisiera yo que la comunicación oral fuera mi medio! Para bien o para mal, sé que no lo es, no lo ha sido, y no lo será. Para bien o para mal, sé que, de forma acertada o equivocada, el conducto de comunicación con el cual estoy intrincadamente unificada es la escritura literaria, y no hay vuelta que darle.
Para insistir en la contundencia de esta declaración, de esta admisión, confesaré que, casualmente, apenas confié a Kraus aquella malhadada fantasía, de que me gustaría poder comunicarme de forma oral, una experiencia decisiva que tuve me confrontó de golpe con la realidad. Es decir, me hizo dejar de soñar con la idea de que hablar podía ser mi medio de comunicación por excelencia. No dudo de que para otros lo sea. Haber pretendido que para mí lo fuera o podía llegar a serlo fue un error.
En una reunión de amigos tomé la palabra y empecé a referir una anécdota de mi experiencia personal que me pareció interesante. A punto de acabar mi intervención, uno de los amigos que me escuchaban, sin excusa ni explicación, me interrumpió. Esta desagradable experiencia de que me dejaran con la palabra en la boca y de que, quienquiera que me hubiera interrumpido, una vez que hubiera acabado de referir lo que hubiera sido que conformara el motivo de la interrupción, no me pidiera seguir comunicando lo que fuera que yo hubiera estado comunicando de forma oral, no era la primera vez que me sucedía. Pero a ella debo haber llegado a la conclusión de que yo no tengo voz para ser escuchada; de que mi voz es para ser leída.