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El otro mal

E

n el pequeño departamento se mezclan los carraspeos de la licuadora, los ladridos en la vivienda de junto y las voces que salen de un televisor. Erasto, bañero desempleado por el momento, se divierte enseñándole a su hijo Rafael algunos recursos del boxeo.

Erasto: –Quiebra la cintura, resortea. No, así no. Fíjate cómo lo hago.

Rafael (maravillado): –¿Quién te enseñó?

Erasto: –Nadie. Yo solito. Ándale, muchacho, ahora hazlo tú. (Observa con gesto de impaciencia.) Pero ¡qué torpe, qué bárbaro!

Rafael: –¿Lo estoy haciendo mal?

Erasto: –Pésimo, sin ganas. Otro día te enseño.

Rafael: –No, pa, vamos a jugar otro ratito. (Al ver que su padre se aleja, le lanza una revista que está en el sillón.)

Erasto: –¿Qué te pasa, chamaco? Por poquito me pegas.

Rafael: –Pues no te vayas y sigue enseñándome. (Une las manos a la altura del pecho.) Plis, plis, plis...

Erasto: –Ya te dije que no. ¿Estás sordo?

Rafael: –Es que yo quiero seguir jugando.

Erasto: –Pues juega y, ¡con una chingada!, deja de molestarme.

Irasema (sale apresurada de la cocina): –Oye, ¿por qué le gritas así a tu hijo?

Erasto: –Para ver si así entiende. Le dije muy claro que no quería seguir jugando y él se puso terco.

Irasema: –Compréndelo: es un niño. Hace mucho que no sale y no ha visto a sus primos.

Erasto: –No es mi culpa, o qué: ¿también soy responsable de que tengamos que estar encerrados por el maldito virus?

Irasema: –Estás nervioso.

Erasto: –¿Y qué querías, que estuviera muy contento? Sabes que si hay algo que no soporto es el encierro. ¡Me choca!

Irasema: –A nadie le gusta, pero es necesario para evitar contagios.

Erasto: –Ay, ¡qué lista! En cambio yo no me había dado cuenta porque soy un soberano imbécil.

Irasema: –¿A qué viene eso?

Erasto (imitando la voz de su mujer): –Es necesario para evitar contagios. Ay, sí...

Irasema: –Búrlate todo lo que quieras, pero te advierto que no quiero pleitos. (Regresa a la cocina.) Y tú, Rafa, ponte a ver un cuento o a dibujar. Cuando esté lista la cena, te llamo.

II

Erasto (va tras su esposa y la empuja con fuerza): –Óyeme: a mí ninguna vieja idiota me deja hablando solo, y mucho menos tú. Así que ¡abusada! si no quieres...

Irasema: –No me amenaces ni vuelvas a empujarme. No pienso tolerarlo.

Erasto: –¿Y cómo vas a impedírmelo? (Le da una bofetada.) ¿Así? (Vuelve a empujarla con más fuerza.) No ibas a tolerarlo y ya ves que sí.

Rafael (golpea a su padre en las piernas.) –A mi mamá no le pegues, ¡no le pegues! Déjala ya.

Erasto (toma a su hijo de un brazo y lo zarandea.) –Muchacho de mierda, no vuelvas a darme órdenes porque no respondo: soy capaz de matarte, ¿oíste? Y ya me conoces.

Irasema: –¿Cómo se te ocurre decirle eso a tu hijo?

Erasto: –Porque me da la gana, por eso, y porque soy su padre y puedo hacer con él lo que me dé la gana.

Irasema: –Eso no te da ningún derecho.

Erasto: –Ah, ¿no? ¿Quién lo dice?

Irasema: –¡Yo!

Erasto: –¿Y quién eres tú, pedazo de mierda?

Irasema : –Insúltame todo lo que quieras, maldito desgraciado.

Erasto (avanza en actitud amenazante): –¿Cómo me dijiste, cabrona? A ver: ¡repítelo! (Le pone una mano en el cuello.) ¡Repítelo si no quieres que te parta la madre!

Irasema: –Suéltame, me estás lastimando. (Recibe una serie de golpes en la cara. A fin de protegerse, retrocede y cae.) ¡Ayuda! Alguien, por favor...

Erasto (al verla en el suelo sigue golpeándola con la punta del pie.) –A ver si con esto aprendes a respetarme y se te quita lo pendeja.

Rafael: –Deja a mi mami, no seas malo, ¡déjala!

Los gritos del niño y los gemidos de Irasema alborotan a los perros de junto. A sus desaforados ladridos se suman las protestas de Sandra, su dueña: Sandra: –Por Dios santo, ¡cálmese ya!

Erasto: –Usted no se meta porque voy y le rompo la cara.

Sandra: –Sí, ¡cómo no! Sépase que no le tengo miedo. Estaré sola, pero no manca: si viene a molestarme le juro que le va a pesar.

III

En medio del desorden y la penumbra, con grandes esfuerzos, Irasema logra ponerse de pie. Rafael se acerca llorando, la toma de la mano y la observa:

Rafael: –Mami, tienes sangre en la boca. ¿Te duele mucho? (Ella niega con la cabeza.) ¿No? Entonces ¿por qué sigues llorando?

Irasema: –Por todo. Tu padre se ha vuelto loco.

Rafael: –Mamá, le tengo miedo. ¡Vámonos! Irasema: –¿Adónde, mi amor? Además, ya sabes que no podemos salir.

Rafael: –¿A fuerza tenemos que quedarnos aquí con él?

Irasema: –No hay otro remedio.

Rafael: –Si vuele a apegarte, voy a matarlo con un cuchillo.

Irasema: –No vuelvas a decir eso. Él es tu padre.

Rafael (con los puños cerrados): –Pero lo odio, lo odio con todo mi corazón.

Irasema gime desolada: sabe que su hijo no miente.