na de las últimas exposiciones que alcanzamos a ver antes de recluirnos por la pandemia fue Visión de Anáhuac, inspirada en el libro de Alfonso Reyes que lleva ese título. Se inauguró en diciembre pasado en el marco de la conmemoración de los 500 años de la llegada de los españoles.
Por medio de 176 objetos se hace una reconstrucción material de la idílica descripción que hace Reyes del Anáhuac como el sitio donde se dio el encuentro de las dos culturas, que desembocó en la conquista de la imponente urbe mexica. La obra plasma su inquietud perenne por indagar el alma nacional
.
Con piezas arqueológicas, pinturas, mapas antiguos, esculturas, maquetas, fotografías, códices y fuentes bibliográficas cobran vida los capítulos que conforman la breve y a la vez monumental obra e invitan a su lectura. Una parte muy especial consiste que en ciertos lugares se escucha la voz del autor que nos guía por la muestra, gracias a unas grabaciones extraídas de archivos digitalizados en 2006 por la UNAM.
Uno de los atractivos de la exposición lo constituyen las obras de arte, algunas se exhiben por primera vez: de José María Velasco, Saturnino Herrán y Luis Covarrubias. También hay muy buenos cuadros de David Alfaro Siqueiros, Gerardo Murillo (Dr. Atl), Jorge Obregón, Isidro Martínez y Armando García Núñez.
Casi todos muestran paisajes y rincones de la prodigiosa México-Tenochtitlan, descrita en las antiguas crónicas que llevaron a los artistas a intentar recrearla con sus lagos, acequias, templos y palacios deslumbrantes, rodeada de montañas entre las que sobresalen los majestosos volcanes nevados.
Aprovechemos para recordar facetas de la fructífera vida de Alfonso Reyes: nació en Monterrey, Nuevo León, pero la mayor parte de su formación académica fue en la Ciudad de México, donde se graduó como abogado. Hombre de muchos quehaceres, se desempeñó como diplomático en Francia, Argentina, Brasil y también en España. En este último lugar colaboró en el Centro de Estudios Históricos de Madrid.
En México fundó, con otros escritores, el Ateneo de la Juventud, y a fines de los años 30 del pasado siglo fue presidente de la Casa de España, semilla de El Colegio de México, miembro de número y presidente de la Academia Mexicana de la Lengua, fundador de El Colegio Nacional y premio nacional de Literatura.
Fue candidato para el premio Nobel y recibió infinidad de condecoraciones y doctorados honoris causa en muchas partes del mundo. Nos legó una riquísima obra que incluye ensayo, poesía, traducciones y análisis sobre los más diversos temas propios y ajenos.
En pocas palabras: una gloria nacional; pero vayamos al ser humano, al gastrónomo consumado que nos dejó una de las obras más sabrosas que se han escrito sobre el tema: Memorias de cocina y bodega.
Tenemos el privilegio de que su casa en la colonia Condesa, donde vivió y murió, está como la dejó, convertida en la Capilla Alfonsina. Durante muchos años la dirigió su nieta Alicia, que la conservó exactamente como era cuando ahí vivió don Alfonso (actualmente la dirige el historiador Javier Garciadiego).
Ahí entramos a su intimidad con los libros, su escritorio y cuadros magníficos entre los que destacan los retratos que le pintaron Manuel Rodríguez Lozano, Roberto Montenegro, Diego Rivera y José Moreno Villa, entre muchos otros artistas de la época.
Muy elocuente es el rincón de Bernardo Reyes
, su padre, con medallas y relojes del general y su archivo, y por todos lados la presencia de don Alfonso en sus objetos personales, como los palos de golf y sus bastones. Es fácil imaginarlo consultando sus libros, escribiendo en el escritorio de madera oscura, comiendo opíparamente acompañado de un buen vino, bromeando con la familia; era muy vacilador
, decía su nieta.
Actualmente funciona como centro cultural del Instituto Nacional de Bellas Artes, que organiza, entre otras actividades, el Seminario Alfonso Reyes, cursos sobre creación literaria y es sede del premio internacional que lleva ese nombre. Seguramente, cuando regresemos a la normalidad, seguirá la exposición. Vayan a darse una vuelta y de ahí a la Capilla Alfonsina. Vale la pena.