as consecuencias de la pandemia de Covid-19 son numerosas y se hacen sentir en casi todos los dominios de la sociedad. El confinamiento ha modificado las costumbres de la vida en común, el teletrabajo se desarrolló, las reuniones y los viajes, en fin, todas las reglas y condiciones de la existencia se han visto, a menudo, obligadas a someterse a nuevas leyes, las cuales cambian a veces las formas más tradicionales de la organización social. Un fenómeno particularmente notable, observado por el gran público, por los sociólogos e incluso los filósofos, es la importancia ganada en los debates y, sobre todo, en las decisiones dispuestas por expertos y otros especialistas provenientes del cuerpo médico. Algunos analistas utilizan incluso el concepto de poder médico
para definir la realidad e importancia de esta nueva relación de fuerza social.
Hace ya casi 40 años, el lúcido pensador Michel Foucault consagró numerosos trabajos, tanto en sus obras como en sus cursos dictados en el Collège de France, a la aparición y al estudio de ese fenómeno histórico: el poder médico. ¿Cómo, en qué época, por cuáles razones, apareció este nuevo poder, llamado a veces biopoder? En la actualidad, cada uno puede constatar que el filósofo había previsto con justeza lo que iba a suceder. Desde la aparición del Covid-19 no pasa un día sin que un experto médico no sea consultado, no sólo por los periodistas que le dan la palabra en los medios de comunicación, sino también por los responsables políticos, quienes tienen innumerables informaciones que anunciar, sin olvidar repetir que sus decisiones se tomaron después de consultar con especialistas científicos, cuyas consignas siguen al pie de la letra. Así, poco a poco, los ciudadanos, los electores, el público, comienzan a deducir que el verdadero poder cambió de manos y pasó a la de los expertos médicos.
En Francia, donde el espíritu galo es de naturaleza rebelde, las reacciones son múltiples. En primer lugar, las eminencias médicas no están siempre de acuerdo entre ellas. Las polémicas, a veces violentas, llenan la prensa escrita y audiovisual. Por un lado, partidarios del célebre investigador Didier Raoult y de su método basado en la hydroxicloroquina contra sus encarnizados adversarios, algunos de los cuales, además de injurias, le envían amenazas de muerte. Por otro, los partidarios del confinamiento y quienes le son hostiles pues prefieren el método de los tests y los tapabocas. En suma, nada ha cambiado desde el teatro de Molière y los expertos pueden disputarse entre ellos, con o sin latinajos, hasta el fin de los tiempos.
Sin embargo, la reacción que comienza a propagarse más en la opinión pública es el sentimiento extraño y más bien humillante de ser infantilizada por este poder médico. Si bien la gente desea ser atendida por buenos especialistas, ¿es de veras necesario repetir a cada minuto, en radio y televisión, que deben lavarse las manos y cómo proceder para ejecutar este misterioso gesto; cómo ponerse un tapabocas; cómo guardar la distancia unos de otros y no saludar de mano ni abrazarse? En fin, aprender a conducirse bien so pena de ser regañados y castigados como si no hubiesen alcanzado la edad de la razón y fueran aún niñitos de cinco años condenados a obedecer bajo la amenaza del castigo. Niños convertidos de súbito en adultos merecedores de multa o cárcel.
Es apenas sorpresivo que la revuelta gruña en algunos barrios y regiones. Nada más peligroso que pretender el bienestar de los otros y dar órdenes para acceder a tal fortuna exigiendo obediencia. Se escucha, entonces, a quienes gritan contra la dictadura. Blanda o dura, están decididos a rechazarla. Muchas otras prohibiciones han tenido la misma suerte. El cigarro, el alcohol, el sexo y tantos otros caprichos de la fantasía humana son a veces más buscados cuando son prohibidos. El poder médico debe evitar infantilizar al dirigirse a adultos considerados seres libres y responsables.