l acuerdo es inherente a la democracia. Se parte de la premisa de posiciones distintas que pueden llegar a un acuerdo, a veces, el mínimo posible. La concordia no es una concesión generosa, un signo de bonhomía, sino el aceite que permite que la maquinaria democrática y sus engranes no revienten. La democracia implica ceder, escuchar, respetar las reglas y entender que no hay argumentos perfectos ni infalibles, partir de que nadie es poseedor de la verdad absoluta. La democracia es un acto de humildad, de respeto colectivo. Esto que parece obvio y que ha hecho históricamente viable a este sistema de convivencia y representación, parece fuera de sincronía, roto, incompleto, agotado. El consenso no se aprecia como una virtud democrática, sino como una concesión imposible ante el enemigo. Escuchar al otro se aprecia como un lujo inconveniente en medio de las hostilidades.
En todo el mundo no es solamente el modelo econó-mico el que está sujeto al escrutinio y la presión, sino el carril paralelo de la democracia liberal. Sin consenso, sin acuerdo, sin incentivos para ambas cosas, la democracia flaquea. Un error común en el análisis es creer que los gobiernos son los únicos responsables de este ambiente crispado y polarizante. Pareciera que la oposición y los grupos de interés de los gobiernos jugaran a obviar las reglas democráticas –cómodas cuando benefician, incómodas cuando no–, en aras de regresar a la normalidad
. Casi como si dijeran solamente por esta vez jugaremos fuera de la línea democrática, para garantizar que nadie más lo vuelva a hacer en el futuro
. Esa es una falacia, que históricamente ha fallado y que sólo evidencia la falta de altura de miras.
Se vale estar en desacuerdo con un proyecto político, pero pretender echar a los gobernantes a la mitad del camino sólo tiene un término peligrosamente posible: golpismo. Hemos llegado a ello descendiendo a toda velocidad por la pendiente de la polarización. La calidad del debate público es preocupante: no hay discusión de ideas ni confrontación de programas o políticas, hay descalificación de las personas, partidos, organizaciones u órdenes de gobiernos que los esgriman. Por eso no hay consenso posible, no hay acuerdo democrático mínimo en beneficio del país. No hay confianza en el interlocutor, sino las ganas de que, quien proponga algo, fracase en todo aquello que intente, con tal de que su idea no prospere independientemente que la misma sea valorada.
¿En verdad alguien cree que el gobierno va separado del país cuando aspira a su colapso, a su fracaso?, ¿en verdad alguien piensa que el futuro democrático de México puede construirse socavando las reglas de la democracia, con videos en redes socia-les que advierten con soberbia que la administración debe interrumpirse?, ¿qué en verdad no vemos la crisis sin precedente que el mundo y México atraviesan?, ¿son tan profundas las diferencias, tan insalvables las distancias que no pueden dejarse de lado para generar un acuerdo mínimo? Nadie pide que todos estemos de acuerdo en todo, pero podemos encorchetar
aquello en lo que sí y trabajar de manera coordinada por un fin común. Ni el federalismo fiscal de emergencia ni la desacreditación a priori de propuestas de sectores de la sociedad por parte del poder ni el anhelo separatista de café o el golpismo digital de ocasión constituyen una posición digna de una sociedad o un gobierno ante aquello que no se comparte.
La democracia se decide en las urnas. Hasta entonces, porque debo recordar que estamos fuera del ciclo electoral pero dentro de una enorme crisis económica, de empleo y salud pública, valdría la pena empezar de cero: una tregua por México en el que los argumentos importen más que las personas que lo esgrimen; que las políticas sean más relevantes que quienes –de un lado o del otro– las proponen. Vale la pena andar por la ruta inexplorada de la concordia. El otro camino, el de la descalificación diaria, del acuerdo imposible, nos debilitó en el siglo XIX –cuando abrimos la puerta a invasiones, pérdida de territorio e incapacidad de consolidar un proyecto nacional–; en el siglo XX –de guerras civiles– y no tiene por qué ser diferente en el XXI. El acuerdo no sólo es posible, es necesario. El país es más importante que nosotros, que las generaciones que lo habitamos. La discordia es mala acompañante durante una crisis. Los puentes entre el gobierno y los partidos, entre la iniciativa privada y el Estado, son más que nunca necesarios. Oficio político y altura de miras, capacidad de sentarse con el adversario y escuchar lo que tiene que decir son elementos que le vendrían bien a México en una hora decisiva como la que atravesamos. Estamos a tiempo.