Opinión
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Gusto histórico
A

lo largo de su historia la Ciudad de México ha sido un sitio de libros; en la capital azteca eran muy valoradas sus bellas obras con pinturas, que ahora llamamos códices, la mayoría fueron destruidos en el afán de terminar con lo que se consideraba idolatría.

Al surgir la urbe española sobre las ruinas de la grandiosa México-Tenochtitlan, entre los primeros objetos encargados del viejo continente fueron libros, lo que de inmediato se volvió un buen negocio.

Durante las décadas iniciales del virreinato su venta se llevaba a cabo principalmente en las porterías de los conventos y en los puestos del Portal de Mercaderes, llamados alacenas. Paulatinamente se fueron creando librerías, sobre todo en los alrededores de la Plaza Mayor.

La impresión de textos se inició con la llegada de la imprenta de Juan Pablos, que va a establecerse en la llamada Casa de las Campanas, sobre cuya localización precisa hay una polémica. Sea cual fuere el sitio, el hecho es que en 1539 se comenzaron a imprimir los primeros libros en el continente americano. Los volúmenes que iban a reproducirse y ejemplares para venta llegaban a Veracruz y a San Juan de Ulúa, en donde los esperaban comerciantes que ahí mismo los adquirían.

La creciente importación generó la necesidad de establecer controles aduaneros, tanto por el pago de impuestos como para controlar el acceso de obras censuradas por la Santa Inquisición, pues eran temidas las listas de libros prohibidos.

Ya desde entonces hablan los cronistas de los trucos que se practicaban para contrabandear los opúsculos: en barriles, entre la ropa, entre los libros autorizados, con modificaciones en el título y autor.

En el siglo XVI las transacciones eran fundamentalmente entre particulares con las bibliotecas de los conventos y de los colegios y de integrantes cultos de la Iglesia.

En el siglo XVII se comenzó a generalizar la venta al público en tiendas y almacenes que los mezclaban con otras mercancías; surgió una que otra librería, principalmente en las casas impresoras.

En el XVIII toma auge la venta de libros, que se van a vender en lugares como el mercado del Parián, que se encontraba justamente en medio de la Plaza Mayor. Populares eran las llamadas tiendas y las imprentillas. Destaca en ese siglo la labor impresora de varias viudas.

El siglo XIX ve aparecer las librerías propiamente dichas como sitios en donde solamente se expende esta mercancía, aunque continúan funcionando los caxones y las alacenas que los venden con otros productos. Se comienzan a popularizar las tertulias en las librerías.

Varios portales se tornan en lugares predilectos para estos negocios: eran famosos el del Águila de Oro, situado en donde hoy esta la Casa Boker; el de Las Flores, donde se localiza el palacio del Antiguo Ayuntamiento; de los Mercaderes, donde permanece el local de Sombreros Tardán, y el de los Agustinos, que era en la esquina de dicho portal.

Una tertulia de fama se celebraba en la librería de José María Andrade, que estaba en el Portal de los Agustinos, donde se reunían, entre otros, personalidades como Manuel Orozco y Berra, Lucas Alamán, José María Lafragua, Manuel Payno y Joaquín García Icazbalceta.

En estos tiempos de aislamiento los libros son una gran compañía, lamentablemente los impresores y las librerías la están pasando mal.

Algunos como Miguel Ángel Porrúa –librero editor– han diseñado un bono con el cual se obtienen grandes descuentos. Se adquiere con la tarjeta de crédito o Pay Pal y el ahorro se hace efectivo al momento de comprar en línea www.maporrua.com.mx, o en la preciosa librería de la calle de Amargura 4, San Ángel.

El total de lo recaudado se usa para ayudar a mantener al numeroso equipo de trabajo durante la contingencia por el Covid-19. Es una buena manera de ayudar a mantener empleos y a la vez darse el placer de la lectura. Puede escoger de un universo de mil 500 títulos, ¡un festín de libros!