Con ideas y éticas claras, cantó a la bohemia por aquí y por allá
Sábado 2 de mayo de 2020, p. 6
Conocí a Óscar Chávez en 1963, en un ensayo de Un hogar sólido, obra teatral de Elena Garro. Con ese trabajo recibió su título de director de teatro por parte de la Escuela Nacional de Teatro. A pesar del talento demostrado en la obra de Garro, la guitarra y la música fueron impregnándole el alma. Tenía 27 años y yo uno más. El día de la función inaugural hubo un pequeño ágape en el mismo foro, aún con la escenografía instalada. Algo se habló de los bambucos colombianos y, como hijo de madre colombiana, opiné algo sobre el asunto. Nuestra conversación giró hacía la riqueza casi por completo desconocida de la música de nuestras tierras, y alcancé a canturrearle a sotto voce uno o dos bambucos –los recuerdo ahora con una tristeza infinita por su desaparición– y desde ese momento nació una amistad que duró toda la vida, pero que ahora me acongoja por su partida.
Óscar fue actor en media docena de obras que el día de estreno terminaban como debe de ser: con una fiesta donde los asistentes dejaban su cuba
en cualquier mueble y se dedicaban a escuchar sus canciones. Muchas de ellas de aquel repertorio de muy antaño aprendido de su padre.
Óscar se interesó desde que empezó a cantar en la música latinoamericana, y al mismo tiempo que Los folkloristas empezó a cantar en colombiano, en peruano, en venezolano, en argentino, en fin, toda la música rica y variada de nuestras tierras. Fue para millares de jóvenes –y también maduros y viejos– un antídoto contra la avalancha de música ajena que imponía sus letras indescifrables como un signo de sumisión cultural, a pesar de sus momentos y sus grandes músicos.
Fue, pues, músico, director de teatro, buen actor, poeta y compositor. Así lo descubrió Juan Ibáñez, quien, junto con Carlos Fuentes, escribió el guion de Los Caifanes, largometraje en el que Óscar interppreta uno de los papeles principales, junto con Julissa, Sergio Jiménez y otras caras nuevas en el cine mexicano. Fue un éxito que aún vale la pena ver; de hecho, se convirtió en una película de culto, y Chavez fue nombrado popularmente El caifán mayor.
Consagrado por esta película, Óscar no siguió el camino fácil de la televisión o el cine mexicano. Con ideas políticas y éticas claras, amigo de Cuba y cualquier causa democrática, siguió cantando a la bohemia por aquí y allá hasta que encontró al acompañante ideal en Jaime Ardila, un guitarrista colombiano con educación de concertista. Ardila quedó atrapado por la voz y canciones de Chavez y no lo dejó durante 10 años.
Durante casi dos décadas, Óscar se hizo acompañar por el multifacético grupo Los Morales. Juntos hicieron centenares de giras por todo México y América Latina.
Óscar se convirtió en una figura icónica por sus canciones, que podrían ser románticas y emotivas o también de contenido social crítico y burlesco. Cantó e hizo feliz a millones de jóvenes, pero también espinó el trasero de muchos políticos autonombrados neoliberales
. Su vida como trovador en nuestro tiempo y nuestro país deja un legado y un gran público que lo evocará por siempre por su voz al mismo tiempo lírica y guerrera.