obert Louis Stevenson, el ilustre escritor escocés, dijo atinadamente: El peor de los historiadores tiene una visión más clara del periodo que estudia, que el mejor de nosotros puede esperar formarse de aquel en el que vivimos. La época más oscura es hoy
.
La cualidad de oscura parece una adecuada caracterización de las condiciones que ha impuesto la pandemia. Estamos confinados en casa, restringida nuestra capacidad de acción, domesticados por el miedo al virus, cada vez más ansiosos por las consecuencias económicas que se han precipitado y que se agravan cada día.
Martín Caparrós escribió en un artículo reciente que tituló: ¿En algo hay que creer?
( The New York Times, 04/23/20), respecto al miedo y el confinamiento que se han impuesto: “Este aislamiento nos convierte a todos en una especie rara, prenfermos, casi-enfermos, enfermos- to-be”.
En este escenario, además, nuestra sociedad está enfrentada en lugar de que rigiera algún consenso sensato acerca de cómo enfrentar las cosas, protegiendo a la gente y previniendo lo más que sea posible el bárbaro impacto adverso que está teniendo en la economía.
Ahora prevalece la animadversión y tiende a agravarse el conflicto. Todo esto impone aun una mayor inquietud, sobre todo porque hoy no es posible pensar en un escenario de salida y, mucho menos, prever cómo y cuándo se restablecerá alguna situación de cierta normalidad.
Lo que queda muy claro es que el coronavirus sí tiene consecuencias y no son menores; cada día lo vemos de manera más contundente. Sí pasa algo. No es cuestión de opiniones. Pero sí es cuestión de las acciones que se van tomando y las responsabilidades que se adquieren en el proceso que se define en torno a la pandemia.
El Presidente ha dejado claro que su principal objetivo es la protección de la población más pobre. En principio no debería haber discrepancias. Pero se gobierna para todos y la dicotomía entre pobres y ricos, así de tajante, no puede ser la guía.
Más allá de las definiciones que pueden hacerse y de las inclinaciones políticas que se tengan, debe reconocerse que en medio hay millones de mexicanos, situados en todas partes del país y en todos los sectores de la economía, que trabajan formal o informalmente y que no caen en esa caracterización radical que marca la postura del Presidente.
Esos mexicanos también requieren protección. Entre ellos están los que ahorran, especialmente de manera forzosa, en las Afore; los que pagan parte de su salario al Seguro Social para atender su salud y tener pensión; los que pagan al Infonavit para tener casa; son los que contratan hipotecas comerciales para comprar vivienda; los que realizan la mayor parte del consumo en esta economía en todos los rubros y tienen crédito. Son los que pagan impuestos. Vaya, estos ciudadanos también tienen una forma de riqueza que han generado y acumulado con su trabajo y que ahora está en riesgo. No es un asunto menor y no cabe politizar y manipular los hechos, pues es un error político y social.
Este enorme segmento de la población ha desaparecido del campo de la visión del gobierno y de los legisladores; no será atendida por los programas que se están echando a andar y que, debe ser admitido, tienen un alto contenido clientelar. La responsabilidad política de un gobierno con sus ciudadanos es general y admite, sí, un trato desigual para quienes enfrentan condiciones especialmente desventajosas. No todo es blanco y negro, y la política es una cuestión de principios y matices.
He dicho antes en estas páginas que en la práctica política y en la gestión de los asuntos públicos el corto plazo es un lugar ruidoso, rara vez armonioso. En cambio, el largo plazo es un lugar silencioso, pues no se puede prefigurar con ninguna certeza y sólo se consigue una cierta aproximación al escenario originalmente pretendido. Lo que se planeó tiene que ser ejecutado en el corto plazo, que se va desplazando en el tiempo. La pandemia impone condiciones no previstas y aun así hoy se intenta persistir en lo que se planteó desde un principio: austeridad sin límites, una concepción única de los objetivos sociales, una política energética a contrapelo de lo que ocurre en el mundo y unos proyectos de inversión cuyos objetivos y viabilidad deberían ser revisados por mera cuestión práctica. El corto plazo se ha transformado de tajo, el largo plazo que fue prefigurado es hoy otro ya.
A medida que avanza la pandemia, surgen expresiones que intentan prever el tipo de sociedad que podría surgir cuando ésta finalmente se contenga y pase. Así, se piensa en nuevas estructuras políticas, económicas, ambientales, de valores humanos y sociales, de un signo e igualmente de su contrario.
La mera verdad es que no existen los elementos suficientes para prefigurar nada. Lo más que se puede hacer por ahora es tratar de contener los riesgos muy grandes que se enfrentan y con la mayor claridad posible. Lo que se debe admitir es que sabemos que no sabemos.