parte de que su lectura me haya parecido enteramente disfrutable, la autobiografía de Juan Antonio Masoliver Ródenas ha desencadenado en mí una serie de reflexiones particulares, más bien inquietantes. Que el título sea Desde mi celda, justifica mi inquietud. Para mí significa que el autor se siente, o advierte que se encuentra, preso en él mismo. Quiere decir que su vida, que sus memorias octogenarias, han transcurrido dentro de la cárcel que es su propia persona.
Sin importar innumerables mudanzas de domicilio, ya fuera en su propio país o en el mundo; sin importar que alternara estancias, cortas o largas, explicables y aceptables o no tanto, dentro de un mismo país y por temporadas imprecisas; sin importar que las mudanzas, dentro de mudanzas, en un país que no era el suyo se hubieran sucedido y prolongado a lo largo de casi medio siglo; sin importar que, mientras tanto, se interrumpiera temporalmente, aun cuando periódicamente, la estancia, con sus recurrentes mudanzas, en su país o en el que transcurrió casi la mitad de su existencia, y continuara todavía en otro, con sus propias mudanzas de ciudades y de hoteles y de domici-lios de amigos, es decir, independientemente de que semejante inclinación hacia el desplazamiento podría definir documentadamente al autobiógrafo como alguien de naturaleza móvil, es un hecho que él se siente, o advierte que se encuentra, preso, encarcelado dentro de él mismo, es decir, externamente móvil, pero internamente estático, inamovible.
En el transcurso de la escritura afirma que finalmente ha encontrado la estabilidad, y que debe el reconocimiento tanto a su vida de pareja, pues al conocer a Sònia acabaron sus mudanzas de pareja, como al haber recuperado, después de tantos ires y venires, entre personas, estudios, empleos y sueños, en-tre calles, ciudades y países, el pueblo en el que nació y haberlo convertido en su lugar fijo en la Tierra, precisamente en lo opuesto a un domicilio aleatorio.
Sin embargo, aun cuando estabilidad signifique estabilidad, el título de la autobiografía que el protagonista escribe implica que estabilidad no equivale a libertad, pues, si equivaliera a libertad, sería un título contradictorio, se trataría de un título desacertado. El autobiógrafo llama a su vida una celda. Quizás escribirla no significó para él acabar con la inestabilidad que marcó el patrón de su existencia. También es cierto que la literatura, que leer y escribir, ha conformado un hilo conductor que recorrió, que ha recorrido, que recorre, su vida entera. Al ser así, el autobiógrafo podría basarse en la firmeza y certeza de la continuidad de este preciso trazo para dar valor de acierto al sostener que, octogenario, ha alcanzado la estabilidad, no necesariamente la libertad, pues llama a su vida una celda, es el nombre que le da.
Escribir su vida, narrarla, registrarla, no liberó, aparentemente, al autor. Para él, la empresa de escribir no fue un acto de liberación.
Por más que existan las excepciones, el autobiógrafo suele tomar la pluma con el fin de contar su vida cuando supone que su muerte está cerca. Recogerla es una manera de ponerla en orden, de registrarla por motivaciones muy diferentes, pero sobre todo por la necesidad de dejar una huella de su paso por la vida. Es un género que han abordado toda clase de personas y de cualquier oficio o profesión. Para un escritor autobiógrafo, la tarea es una herencia, y no únicamente literaria.
La apreciación de que la vida de un autobiógrafo amerite el esfuerzo es un juicio personal. Hay autobiógrafos cuya existencia ameritaba no ser descartada por el olvido que, al no abordar a tiempo la obra, la dejaron inconclusa, siempre, lamentablemente.
Soy lectora de Masoliver Ródenas, y nos conocemos personalmente y somos amigos desde hace casi medio siglo, pero ignoro si al escribir su autobiografía pretendió alcanzar la liberación. Me deja la esperanza de que se siente y escriba lo que dejó en el tintero.