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La madre de Frankenstein
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▲ Almudena Grandes (Madrid, 1960).Foto © Ivan Giménez/Tusquets Editores
Periódico La Jornada
Domingo 29 de marzo de 2020, p. a12

La escritora Almudena Grandes perfila en La madre de Frankenstein, su novela más reciente, una historia de amor y redención. La trama se desarrolla en un país humillado, donde los pecados se convierten en delitos, y el puritanismo, la moral oficial, encubre abusos y atropellos. Esta obra es la quinta entrega de la serie Episodios de una Guerra Interminable. La Jornada ofrece a sus lectores un fragmento de La madre de Frankenstein© 2020, de Almudena Grandes, Tusquets Editores, cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

Por las mañanas, alguien tocaba el piano.

En el pabellón del Sagrado Corazón, donde se alojaban las señoras pensionistas de primera clase, los pasillos eran de tarima, madera de roble barnizada que brillaba bajo la luz del sol como un estanque de caramelo. Cuando la pisé por primera vez, apreciando la flotante naturaleza de las tablas que cedían bajo mi peso para crujir antes de recuperar la firmeza, no me di cuenta de que acababa de recuperar una sensación infantil. El suelo de la casa de mi madre, astillado, negruzco, ya no parecía de caramelo. Había pasado mucho tiempo, más del que yo había vivido fuera de España, desde que lo barnizaron por última vez.

Durante quince años me había esforzado por recordar los colores, las texturas, las sensaciones que había perdido, pero cuando regresé, todo me sorprendía. La rotundidad del sol de enero sobre los campos encogidos por la escarcha, la vastedad de las llanuras secas, la aridez de la tierra, la forma de las nubes, la silueta de las mujeres a las que veía cada mañana recogiendo agua en la fuente de la plaza, sus cabezas humilladas, cubiertas con un pañuelo, pero aquel piano no. Absorto en otro ritmo, el que producían mis pisadas sobre la madera, ni siquiera le presté atención hasta que la música cesó bruscamente cuando pasé por delante de una puerta. Sólo entonces recordé dónde vivía. España no era Suiza, las emisoras de radio españolas no emitían conciertos de piano a las doce de la mañana. Un segundo después, como si quisieran acompasarse con mi extrañeza, todas las campanas de Ciempozuelos repicaron al unísono para señalar la hora del Ángelus.

Todavía no me había acostumbrado a aquel ritual, el doctor Robles y sus discípulos abandonando cualquier tarea a las doce del mediodía para congregarse en el vestíbulo y rezar con fulminante devoción una oración fragmentada, en la que una hermana pronunciaba unos ver-sículos a los que parecían responder los demás. La primera mañana no entendí lo que pasaba, y seguí hablando hasta que un compañero me cogió del brazo mientras apoyaba sobre sus labios el dedo índice de la otra mano. Él no se arrodilló, tampoco rezaba, pero se quedó quieto, las piernas juntas y las manos cruzadas en el regazo, hasta que los demás terminaron. Dos días después, comprobé que no era el único. Otro psiquiatra del equipo de Robles hacía lo mismo y eso, dejar lo que estuviera haciendo, acudir al vestíbulo, juntar las piernas, cruzar las manos, cerrar los labios, hice yo a partir de entonces. Pero en el pasillo del Sagrado Corazón estaba solo y me limité a escuchar el silencio un instante antes de seguir andando. Cuando llegué al final del pasillo, el piano había vuelto a sonar. Me quité los zapatos, deshice el camino muy despacio y la música no cesó.

Desde aquella mañana, siempre que podía, me refugiaba del Ángelus en el Sagrado Corazón, un edificio de aspecto señorial que parecía menos un sanatorio que un hotel, un antiguo balneario bien conservado, encerrado en un jardín antiguo, frondoso, de árboles altos, podados con sabiduría. Los otros pabellones también tenían jardines, también hermosos pero menos exuberantes, con menos flores en primavera y menos sombra en verano, como si la clasificación de las internas en cuatro clases, según el dinero que pudieran o no pagar, alcanzara incluso a la variedad de tonos del color verde que contemplaban desde las ventanas de sus dormitorios. En éstos, la diferencia se marcaba aún más.

El alojamiento de la pianista era de los más caros, no tanto una habitación como una vivienda propia. Un pequeño salón comunicaba con el dormitorio, al que se abría también un cuarto de baño privado que no pude ver desde el pasillo. A ella la vi sólo de espaldas, sentada ante un piano de pared colocado frente a una ventana, a un lado de la cama. Había abierto la puerta lentamente, con todo el sigilo del que fui capaz, pero tuve la impresión de que aunque hubiera hecho ruido, no se habría vuelto a mirarme.

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Era una mujer mayor, con el pelo blanco, muy corto. A la distancia desde la que la observaba, sin traspasar nunca el umbral, aprecié la buena calidad de su ropa, cada día distinta pero siempre negra, tan pulcra como si la hubiera cepillado antes de ponérsela. La limpieza era un atributo raro en una enferma mental, la dignidad, una condición insólita, pero nada resultaba tan extraordinario como el movimiento de sus dedos sobre el teclado. Yo no era un gran melómano, pero había escuchado muchos conciertos en mi vida. Mi madre, que se había ganado la vida como profesora de piano antes de casarse y volvería a hacerlo después de la guerra, nunca había dejado pasar un día entero sin sentarse a tocar. Además, en Neuchâtel y sobre todo en Berna, había tratado a varios músicos y a muchos pacientes que no lo eran antes de cultivar el arte como terapia. Por eso comprendí enseguida que aquella mujer era diferente.

La pianista del Sagrado Corazón no sólo interpretaba como una virtuosa, sino como una virtuosa perfectamente cuerda. La música que brotaba de sus dedos no sólo era exacta, tan fluida y melodiosa como la que producía el piano de mi madre, sino que más allá de su regularidad, la ausencia de pausas y errores, poseía una condición misteriosamente elástica. La pianista del Sagrado Corazón reinaba sobre las notas, gobernaba los acordes como si fueran seres vivos que subieran, y bajaran, y se acoplaran, y se separaran por su propia voluntad. Más que sonidos, creaba un bucle de armonía infinita que parecía haber existido siempre, porque no se detenía, apenas descansaba, cuando daba por terminada una obra y comenzaba otra. La paciente de la habitación 19 del pabellón de primera clase no sólo tocaba admirablemente un piano en cuya bandeja no reposaba partitura alguna. El teclado y su cuerpo se habían integrado para producir un único instrumento, tan poderoso que sabía reflejar todas las emociones humanas, desde la piedad hasta la ira. Pero aquella anciana vestida de negro aún guardaba más sorpresas para mí.

Por las tardes, alguien leía para ella en voz alta.

Desde que llegué a Ciempozuelos había destinado las mañanas a analizar las historias clínicas de las pacientes que el doctor Robles había sugerido para mi programa. Por las tardes me dediqué a entrevistar a las candidatas, hasta que descubrí que mi criterio no coincidía siempre con el del director del manicomio. Estudié otras historias con la esperanza de completar una lista idónea, y aquel propósito me llevó al Sagrado Corazón un día de mediados de febrero, a media tarde. Pretendía visitar a una interna para explicarle el programa y proponerle que se reuniera conmigo al día siguiente, pero al llegar no oí el piano. El silencio torció mis planes.

Me quité los zapatos y avancé muy despacio hasta la habitación 19. A medio camino distinguí un sonido inesperado, la voz de una mujer joven que cambiaba de entonación rítmicamente, formulando preguntas a las que ella misma respondía a continuación, como si interpretara a dos personajes distintos. Al escucharla fruncí el ceño, pero cuando apenas había tenido tiempo para procesar esa polifonía, otra voz ronca, cansada, deshizo mi confusión.

–Léeme eso otra vez.

La pianista emitió la orden en el tono seco, autoritario, de una mujer acostumbrada a mandar.

–¡Ay, qué pesada se pone usted! –su lectora poseía a cambio una voz bonita de timbre casi infantil, aguda como un cascabel–. Pero sólo un ratito, que es muy tarde, y si me retraso me va a caer una bronca que no vea...

Y repitió un diálogo de lo que supuse que era un tratado filosófico, porque se tropezaba de vez en cuando con la pronunciación de términos griegos cuyo significado seguramente desconocía.