21 de marzo de 2020
• Número 150
• Suplemento Informativo de La Jornada
• Directora General: Carmen Lira Saade
• Director Fundador: Carlos Payán Velver
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DESPLAZADXS
Selene Y. Galindo
En el México que nos tocó vivir, ser miembro de un pueblo indígena y mantenerse al margen de la violencia es un privilegio. La única diferencia es el cómo nos hemos enfrentado a ella. En el caso de Durango, como en el del resto del país, no existen cifras confiables del número de desplazados. No obstante, son pocos en comparación con los que tienen que enfrentar la violencia, ya sea porque no cuentan con un lugar a donde irse o porque ni siquiera imaginaron esa posibilidad. A otros, los asesinaron sin tener tiempo de exiliarse en tierras más seguras.
Además, ¿a dónde huyes en un estado como Durango? Una entidad en la que, para el 2012 ya se habían encontrado quince “narcofosas”, de las cuales, al menos seis fueron localizadas en la zona urbana de la capital. Asimismo, colinda con Sinaloa, Chihuahua, Zacatecas y Nayarit, que se encuentran en condiciones similares.
La violencia relacionada con el crimen organizado no es una lucha entre buenos y malos, del “gobierno” contra el “narco”, como se tiende a representar. El narco y los carteles existen como hoy los conocemos porque se formaron dentro del propio Estado, son parte de él. Así lo han documentado diversos investigadores.
En el caso del territorio o’dam (tepehuano), en la sierra del municipio del Mezquital, los grupos armados se han apropiado y han monopolizado los recursos naturales, las fiestas, la venta de alcohol, el control de la vigilancia y en algunas localidades son la autoridad última que resuelve los conflictos, castiga y “mantiene el orden”. El monopolio de la violencia es compartido por el Estado y el narco. Esto ha llevado a la exacerbación de los conflictos entre comunidades y ha agudizado la pugna entre familias y dentro de ellas.
Hace diez años, los “sicarios” y “narcos” eran externos a nuestras comunidades, eran nanbat (mestizos). Hoy en día, muchos de ellos son familiares, conocidos o nanbat que han establecido alianzas de parentesco con ciertas familias que gozan de algún estatus importante. La violencia ha cambiado, pero sigue latente y la hemos interiorizado.
Desde hace cinco años, muchos de los hombres de las comunidades agrarias y sus anexos han migrado como jornaleros a los campos del país vecino con visas temporales. Las estancias varían de cinco a diez meses. Para algunos hombres, ésta ha sido la vía para salir de la situación de violencia. Las jornadas son de ocho a doce horas, con un día de descanso. Sus días inician alrededor de las cuatro o cinco de la mañana, solo regresan a sus dormitorios a bañarse y dormir para estar listos al día siguiente, a la misma hora. Muchos de ellos nunca habían salido de Durango, algunos de ellos ni siquiera saben hablar español, mucho menos inglés. Sin embargo, esto es mil veces mejor que la violencia que habita sus lugares de origen.
Por otro lado, están las mujeres. La mayoría de ellas han tenido que quedarse y hacer frente a la violencia día a día. Algunas han ocupado cargos cívico-religiosos que antes eran exclusivos de los hombres. Las madres, abuelas, tías y hermanas de adolescentes han tenido que criar a jóvenes que quieren convertirse en sicarios: esa aspiración que la sociedad estigmatiza y encuentra deplorable. Empero, su interés no es tan banal como lo imaginamos. A fin de cuentas, ellos ven cómo distintas instancias policiacas han trabajado en conjunto con el crimen organizado, las autoridades les tienen temor, controlan caminos y carreteras, y comparten el monopolio de la violencia con el Estado. ¿Quién, a esa edad, no quiere tener ese poder que implica protección y sobrevivencia en un contexto donde los asesinatos son constantes?
Si bien en ninguna circunstancia justifico esta aspiración de los jóvenes o’dam, tampoco creo que sea la única razón que los motiva. Menos aún encuentro justificación en la violencia que el pueblo o’dam ha vivido, ni en los asesinatos, ni en los huérfanos o las viudas que han quedado solas. Mucho menos, que los o’dam sean los chivos expiatorios favoritos para llenar sus cárceles y resolver sus casos sin ninguna investigación. Mucho menos que se use el narcotráfico como justificación para el despojo de nuestros territorios y nuestros cuerpos. Esta violencia no acabará en tanto el Estado no reconozca al narcotráfico como parte de él. En consecuencia, se debe dejar de estigmatizar y criminalizar a aquellas vidas consideradas “desechables” en esa cadena de producción. •
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