21 de marzo de 2020 • Número 150 • Suplemento Informativo de La Jornada • Directora General: Carmen Lira Saade • Director Fundador: Carlos Payán Velver

Editorial


Grupos de encapuchadas realizaron pintas e intentaban prender fuego a negocios que se encontraban en la ruta de la marcha. Víctor Camacho

Todas las mujeres la mujer: la marcha de las jacarandas

Cuidado con las mujeres cuando se
sienten asqueadas de todo lo que las
rodea y se sublevan contra el mundo
viejo. Ese día nacerá el mundo nuevo.
Louise Michel, 1873

Señores mientras aprenden a conocer
nuestro miedo y nuestro enojo, mejor
no se acerquen, no nos miren, no nos
quieran, no nos cuiden, no ofrezcan nada,
amárrense la boca y amárrense las manos.
Karina Gidi, 2020

Sitiado en mi epidermis

El domingo estuve ahí. Bueno estuve y no porque esa marcha no era mí marcha. Yo no estaba invitado a la fiesta salvaje y profética que fue el día de la mujer. Ese domingo mi género era mi prisión. Y sentí envidia; no envidia del pene que dijera el machín del diván, sino envidia de la vagina.

Aunque dolorida por las tantas muertes la del domingo no fue una movilización doliente sino un desfile airado y carnavalesco donde la sensatez numéricamente dominante era rebasada a cada rato por la telúrica locura de las amazonas adolescentes, de las juanas de arco de negro y embozadas, de las “chicas superpoderosas” que tumbaban, rompían, desgarraban, pintaban… porque esa era la exaltante coreografía que en ese momento hacía falta; un performance feroz, políticamente incorrecto pero visceralmente necesario.

Frente a las incursiones de las mujeres de negro, las otras -que eran mayoría- gritaban ¡No-vio-len-cia! ¡No-vio-len-cia! Pero cuando por fin las vallas metálicas que protegían al Banco de México cedían con estruendo a las arremetidas de las encapuchadas, una niña ninja se encaramaba a las rejas de la ventana, sacaba de su mochila un marro como el de Thor (el de Marvel, claro) y tras romper el vidrio blindado de unos cuantos golpes lanzaba al interior una bengala de humo morado la concurrencia -toda la maldita concurrencia- comenzaba a ulular. A ulular como ululan los árabes y los apaches de las películas. Un aullido salvaje que ninguna manifestación masculina podría repetir.

Y se enchina el cuero. Porque cuando ellas marchaban, bailaban, gritaban, ululaban… uno se sentía atrapado en un cuerpo de varón. Descubrí entonces que para los nacidos hombres el extrañamiento más vertiginoso no es el que resulta de la confrontación con el otro sino con la otra; el irreductible abismo del género. Una discontinuidad del ser resistente a la empatía, el afecto, la comprensión, el amor, la solidaridad. Entre el otro y la otra no hay reunificación posible. Lo que viéndolo bien es bueno. Bueno pero aterrador para los varones; para quienes creímos haber totalizado la condición humana en torno a nuestro género: “El Hombre” decíamos engolando la voz.

Y no. Ahí, afuera, están las otras desfilando en ríos interminables: niñas, jóvenes y viejas; populáricas, clasemedieras y adineradas; indígenas, mestizas y blancas; unas en carriolas y otras en silla de ruedas… pero todas verdes o moradas, todas mujeres, todas las mujeres la mujer.

No soy nuevo en estas calenturas. En los sesenta y setenta marché con los sindicatos gritando ¡Los obreros al poder!, sin ser obrero; en los ochenta marché con los campesinos gritando ¡Zapata vive, la lucha sigue!, sin ser campesino; en los noventa marché con los pueblos originarios gritando ¡Nunca más un México sin nosotros!, sin ser indígena; en 2012 marché con los chavos del #Yosoy132 gritando ¡Peña puto! y hacía mucho que no era estudiante… Pero este ocho de marzo, aunque también estaba ahí, no podía gritar ¡Somos malas y podemos ser peores! No podía porque ese grito no era mi grito.

¡Somos malas y podemos ser peores!, una consigna excepcional que no proclama las proverbiales galas del sujeto vociferante: construimos catedrales y vivimos en chozas, alimentamos al mundo, representamos al México profundo, somos el futuro de América Latina… sino que manda al carajo la imagen petrificada que hemos construido para ellas: maternales, afectivas, amorosas, buenas… trampa definitoria que es un grillete más de la sumisión. Pues no: somos malas y podemos ser peores. Dadoras de vida y emblema de la ética del cuidado podemos romper, podemos destruir, podemos amenazar: ¡La verga violadora, a la licuadora! ¡Machete contra el machito!

Y uno siente miedo. No miedo a las vándalas, chavitas guerreras que se movían como yo: no por el arroyo como las demás sino por las banquetas y rompiendo escaparates cuyos vidrios yo tenía que esquivar. No miedo físico sino miedo metafísico. El miedo metafísico de quien por unos instantes vislumbra al ser; la otra cara del ser que siempre estuvo ahí pero disfrazada, suplantada, reducida a una versión menor de la nuestra: una copia suavizada del rostro del hombre que incluye y diluye…

La mujer; la otra radical en este mundo uno que primero la borró y ahora que ya no puede disminuirla quisiera exorcizarla; la proverbial “otra mitad” que cuando se hace patente como movimiento nos saca a todos -y a todas- de nuestras casillas, de nuestro monista confort. Y digo a todas porque sospecho que también para ellas ha de ser vertiginoso descubrir que su padre, su hermano, su esposo, su hijo… que su entorno masculino puede (debe) ser puesto entre paréntesis para así dejar de verse en los ojos del otro y por un rato verse solamente en los ojos de la otra.

También nosotros tenemos que hacer la tarea, no solo pasmarnos ante el aquelarre que nos segrega sino ir desmontando y reconstruyendo nuestra masculinidad. Aunque me temo que lo nuestro será menos épico; no como ellas que están saliendo en tropel y ululando del closet patriarcal, sino algo más anticlimático. Y es que la conversión del opresor nunca será tan deslumbrante como la irrupción libertaria de las oprimidas.

Toc, toc… ¿Quién es?... La otra mitad del mundo

El domingo se vio; detrás del movimiento de las mujeres hay mano verde o mano morada, no mano negra. Los antiabortistas estaban ahí, pero eran los de provida que retaban a las marchantes a un costado de la catedral ¡Cristo sí, feminismo no! La ultra también estaba, pero su proverbial violencia acabó siendo absorbida y adoptada por una marcha cuya contundencia anti sistémica estaba sobre todo en el número y el ánimo. Antorcha Campesina no llegó.

¿Excesos? Sí, los hubo. Agredir a las policías, que no son represoras ni símbolo del sistema sino mujeres modestas que hacen su trabajo y además no van a responder, es odioso machismo; y tirar bombas molotov contra los que cuidan la Puerta Mariana, no es violencia simbólica sino vil provocación.

Unxs se cuelan y otrxs se pasan, pero es que así son las cosas. Todo movimiento amplio y diverso -es decir todo movimiento verdadero- da lugar inevitablemente a una amplia gama de comportamientos políticos: el oportunismo de quienes quieren llevar agua a su molino, los exabruptos de los grupos extremistas testimonio de la súbita liberación de un coraje largamente entripado.

Reconociendo que hablo desde el sesgo de mi condición y tienen derecho a callarme, déjenme decirles que creo encontrar algo de confusión en su movimiento. Los hombres, todos los hombres, somos parte del problema, pero no necesariamente parte del enemigo. El estado liberal para el que no hay género sino solo indiferenciados ciudadanos, es funcional al sistema clasista, racista, patriarcal y adultocéntrico pero no todo gobierno es feminicida. Ciertamente a la 4T le falta perspectiva de género y el presidente como que ve venir al Santo (o la Santa) y no se le hinca, de modo que tiende a diluir la cuestión patriarcal en otras injusticias; pero Andrés Manuel no es un violador y su gobierno puede ser -está siendo- un aliado de la lucha feminista: doña Olga y Claudia están jalando bien y hasta el rector Graue se puso las pilas. Exigir mano dura y que aumenten las penas no sirve de mucho y puede resultar un engañoso placebo pues las sanciones severas ocultan el hecho de que no por ellas la violencia sexista remite; a los machines no tiene caso meterles miedo porque es precisamente porque te tienen miedo que te matan, el remedio es otro.

El fundamentalismo y el maximalismo, la estrategia de todo o nada, la táctica de irse de contra todos y contra todo abonan la perpetuación del orden que abominan. Hay que seguir presionando a los gobiernos, las universidades, los empresarios, los periodistas porque solo así entienden y aun es mucho lo que pueden y tienen que hacer para contener el sexismo y sus extremos feminicidas. Pero teniendo claro que el núcleo duro del sexismo es cultural y estructural de modo que exigir su abolición por decreto es engañarse y engañar a quienes luchan. Al orden patriarcal que es a la vez clasista, racista, adultocéntrico y lo que se acumule (vean la interseccionalidad) lo iremos desgastando entre todxs en un proceso gradual, acumulativo y de larga duración como las estructuras casi geológicas que confronta.

Ah, pero hay saltos, quiebres, derrepentes, rupturas, momentos fractales y felices en que se apersona el Mesías (o la Mesías), en que la masa crítica pacientemente acumulada por los picapiedra vence resistencias ancestrales y en unos cuantos minutos, horas, días… se desploman los armazones carcomidos y se avanza un buen. Y el ocho de marzo fue de esos. Vaya que sí.

Porque la trascendencia de un movimiento no se mide por cuantas de sus demandas se lograron sino por la amplitud y profundidad de las experiencias colectivas que conlleva. Los movimientos verdaderos son performances, experiencias puras y encueradas que valen por si mismas y transforman a quienes las viven, sea de primera mano o de manera vicaria. Lo que sigue es darle continuidad. •