Opinión
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Estado de sitio
E

l ambiente de este país es bélico, se siente en la calle, me dice Mónica González, la periodista chilena ganadora del premio a la excelencia García Márquez, que ha venido a Managua para participar como jurado de los premios de periodismo que otorga anualmente la Fundación Violeta Barrios de Chamorro. Y le sobra razón.

La ceremonia se ha celebrado bajo acoso, con escuadrones de policías antimotines apostados en las afueras del local, y los invitados entrando de a poco, escondiéndose de las cámaras de los teléfonos celulares de los oficiales de policía, o de los agentes de civil.

El número de fuerzas policiales ha aumentado en más de 5 mil efectivos desde que estalló en abril de 2018 la rebelión popular que congregaba cada día a centenares de miles en las calles, sobre todo jóvenes, reclamando un cambio democrático.

Hoy, tras la ola de represión que dejó al menos 500 muertos, más de 2 mil heridos, cerca de un millar de presos políticos y unos 65 mil exiliados, la decisión del régimen es paralizar a la gente. No sólo que no salga a manifestarse, sino que quienes están anotados como peligrosos, o quienes organizan las demostraciones, ni siquiera puedan salir de sus casas. Casa por cárcel.

Sus viviendas son cercadas por pelotones de agentes que no les permiten dirigirse a sus trabajos, ni proveerse de alimentos. Se puede ver en los videos que las propias víctimas, o sus vecinos, filman, y que son trasmitidos por las redes sociales. Las protestas, hechas con valentía, la invocación de los preceptos constitucionales, son recibidos con oídos sordos.

Manifestarse, porque la voluntad de hacerlo lejos de extinguirse se exacerba, se ha convertido en toda una guerra de la pulga que se libra a diario. Ante cada demostración anunciada, el despliegue policial se vuelve grotesco por la desproporción: hasta 20 transportes repletos de fuerzas antimotines y de policías de línea, muchos de ellos recién reclutados, y tan jóvenes como los manifestantes a los que tienen órdenes de reprimir.

Una de las últimas veces, cuando los protestantes corrieron a refugiarse con sus banderas de Nicaragua en un centro comercial, los escuadrones de antimotines, marchando de cuatro en fondo, como una tropa de ocupación, penetraron por los corredores, ahuyentando a su paso a compradores y paseantes, hasta el patio de comidas, que hicieron desalojar de todos sus clientes mientras buscaban a los muchachos, confundidos entre la gente.

Cada rotonda está constantemente vigilada por contingentes armados, porque son consideradas probables lugares de concentración de manifestantes, lo mismo que las afueras de la catedral y los demás templos católicos. Después de que el padre Edwin Román, párroco de la iglesia de San Miguel en Masaya, acogiera a un grupo de madres en huelga de hambre, y después que ellas, tras el acoso, decidieron salir, quedaron cortadas la energía y el agua potable. La represión tiene también el color de la venganza.

Un país no puede vivir de manera permanente en una situación de asfixia, ni bajo la pretensión de imponer el miedo y el silencio como regla de autoridad, o como castigo, ni se puede enjaular a los ciudadanos en sus propias casas cada día, ni llevarlos de manera recurrente a los centros de detención, ni fotografiar cada uno de sus movimientos, ni despojarlos de sus teléfonos celulares para revisar lo que escriben o archivan en sus redes sociales.

La pretensión, que desborda ya el absurdo, es perseguir no sólo al que sale a la calle con una bandera, sino averiguar lo que opina y lo que opinan sus amigos, qué piensan del régimen, de qué manera se ríen en sus memes y mensajes del poder que busca controlar todo. Hasta que un día se les ocurra decretar un apagón digital, porque entrar en todas las conciencias es una tarea imposible, aún para el Gran Hermano o la Gran Hermana.

No es viable la vida social en un país donde todos los ciudadanos son tratados como sospechosos de ser enemigos públicos, sospechosos de apartarse del canon de rígida conducta política dictado por el régimen. Enemigos de la verdad oficial que es la verdad única, que no admite el menor grito de protesta, ni el menor desdén, ni la menor sonrisa de burla. La aspiración suprema del poder es entonces el silencio absoluto, la conformidad sin resquicios.

Se supone que hay elecciones para el año que viene. ¿Es posible elegir, con la gente encerrada en sus casas, sin derecho a manifestarse en las calles, sin acudir a mítines electorales en las plazas públicas, o aquellos que acudieran perseguidos por subversivos?

¿Sin que los medios de comunicación aún confiscados sean devueltos a sus dueños, con periodistas apaleados y despojados de sus cámaras y grabadoras, y con policías armados de teléfonos celulares fotografiando a los votantes en las urnas, o, aún más probable, patrullas policiales o turbas garrote en mano impidiendo votar?

¿Elecciones bajo estado de sitio, y, además, bajo las mismas reglas del juego, con el tribunal electoral bajo el control del partido oficial, y los votos contados de antemano?

Es una buena pregunta para la comunidad internacional. Porque de esta manera, estaríamos aún más lejos de la paz y de la democracia.

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