Opinión
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El tortugo
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ace días hojeábamos nuevamente una obra que hemos disfrutado por años: Los mexicanos pintados por sí mismos. El formidable trabajo compila textos de varios escritores y periodistas destacados del siglo XIX, junto con dibujos de distintos autores.

Se publicó en 1854 y nos muestra los personajes populares más representativos de la época: barbero, costurera, sereno, pulquero, casera, mercero, lavandera, tocinero, escribano, arriero y muchos más. Es un libro verdaderamente delicioso que, afortunadamente hace unos años, reditó en una bella presentación con magnífico diseño el librero-editor y bibliófilo Miguel Ángel Porrúa.

Comienza con el aguador, a quien nuevamente vamos a recordar, ya que el pintoresco personaje desempeñaba en realidad varios oficios de gran utilidad social: además de su función fundamental que era entregar agua en las casas, enterraba muertos, cargaba santos en Semana Santa y castraba gatos; de pilón, conseguía sirvientes, ya que se volvía persona de confianza y gran amigo de las cocineras y de una que otra patrona a la que le prestaba diversos servicios, como entregar cartas secretas. Era una especie de Twitter por su versatilidad en la comunicación.

Todo esto le confirió un papel relevante en la sociedad virreinal y en gran parte del siglo XIX. Su atuendo hacia distinguirse del resto de los servidores públicos: lo principal era el chochocol, una enorme tinaja redonda de barro que cargaba sobre la espalda, sostenida con una faja de cuero apoyada en la frente y un gran jarro al pecho para llenarla; esto hacía que también se le conociera como tortugo. Vestía camisa y calzón de manta, calzonera de gamuza o pana y mandil de cuero. El complemento eran unas pequeñas bolsas en que guardaba los colorines con los que llevaba la cuenta de los viajes de agua y una afilada navaja para las operaciones gatunas.

El querido cronista Antonio García Cubas nos cuenta que el aguador comenzaba sus faenas a las seis de la mañana, no sin antes echarse de pasadita, en alguna vinatería, una copa de mezcal o chinguirito, para hacer la mañana o abrigarse el estómago.

Trabajo no les faltaba, ya que todas las casas utilizaban sus servicios; entraban auténticamente hasta la cocina, pasando por patios y azotehuelas donde se encontraban grandes ollas de barro para almacenar el preciado líquido. Los aguadores podían elegir entre 61 fuentes repartidas por todos los rumbos de la ciudad. Algunas eran obras de arte barrocas, decoradas con bellas esculturas como la de Tlaxpana y La Mariscala, que eran parte del acueducto que venía por lo que ahora conocemos como San Cosme, que terminaba junto al convento de Santa Isabel, predio que ocupa el Palacio de Bellas Artes.

El otro acueducto corría por la actual avenida Chapultepec y desembocaba en la primorosa fuente del Salto del Agua, que por suerte todavía se conserva; data de la época del reinado de Carlos III, cuando era virrey don Antonio María de Bucareli y Ursúa. Se acabó de construir en 1779 y recibió ese nombre por la caída del líquido en forma de cascada sobre el tazón que sostiene un grupo de niños que cabalgan delfines. La fuente actual es una copia idéntica que se hizo en 1949, ya que la original estaba muy deteriorada y se trasladó a la huerta del Colegio de Tepotzotlán.

En algunos lugares como Guanajuato, con sus calles empinadas, los aguadores se ayudaban con mulas, y en Querétaro acostumbraban llevar cuatro cántaros en una carreta e iban de casa en casa.

No lejos del Salto del Agua se encuentra El Danubio, en Uruguay 3, el ya legendario restaurante de mariscos y pescado que fundaron en 1936 unos vascos con buen diente. La carta se especializa en productos del mar: Son famosos la sopa verde de mariscos, los langostinos a la plancha y las kokotxas al pil-pil. Como reminiscencia de los fundadores no cantan mal las rancheras el lechón o el cabrito vascos.