an pasado 10 años de la muerte de mi padre. No dejo de pensar en la fecha: 28 de febrero, cumpleaños de mi abuelo. Mi abuelo admiraba a su hijo. Mi padre le daba sus manuscritos para que los leyera y le diera su opinión. Lo supe un día que festejábamos el Día del Padre y fuimos por mi abuelo. Mi padre se sirvió un whisky, mi abuelo un tequila. Nos sentamos a la mesa y mi padre le preguntó: –¿Qué le pareció pa’?–. El manuscrito estaba en la mesa y se trataba de la novela Los informes secretos. Mi abuelo le contestó: –Es perfecta. Muy bien escrita, bien lograda–.
Yo los observaba y me di cuenta de la admiración y el amor que entre ellos existía. Mi padre disfrutaba contando sus investigaciones a la familia. En febrero de 2003, cuando investigaba para su novela Las armas del alba, tuve la fortuna de llevarlo a entrevistarse con el fotógrafo Rodrigo Moya a Cuernavaca. El viaje, además de ser una lección histórica fotográfica, incluyó clases de manejo. Era mi primera vez en carretera y él venía enseñándome: –¡Frena! ¡acelera! ¡no! ¿por qué frenas?– el pobre venía aferrado a su asiento.
Mi relación con mi padre incluyó lecturas, tragos, música, ópera, pintura. Hoy me pregunto si mi actividad profesional tiene que ver con pasiones heredadas, la transmisión del conocimiento y la investigación a la que mi padre dedicó toda su vida. Ahora que vuelvo a la Ilíada, Odisea, Eneida y Divina Comedia, me doy cuenta de que quizá esta pasión venga de haber visto a mi padre enamorado y seducido por los clásicos. Fue él quien me introdujo a este mundo de la literatura y el arte.
En enero de 2000 mi padre me llevó a París, se encontraba presidiendo la Cátedra Alfonso Reyes en la Sorbona. Recuerdo esos días que estuvimos juntos: paseo por Les Champs Élyséss, la Concorde, la Tour Eiffel, el Louvre, el Sena, l’Ile de la Cité, Montmartre, Notre Dame. La explicación de los vitrales, las gárgolas. El Louvre, el día gris y frío, la Victoria alada, Venus, los sarcófagos egipcios, las pinturas. El recorrido de todo un día en el museo explicándome las obras más representativas del Renacimiento, Barroco, la pintura flamenca, los neoclásicos franceses, los impresionistas. La sencillez, la complejidad, los colores, los temas, la construcción del cuadro, las esculturas y su historia.
A 10 años de distancia me parece despertar de un suave letargo. Hoy me encuentro en Parral, habrá un homenaje y un concierto que realizará la Orquesta Sinfónica de la Universidad Autónoma de Chihuahua en coordinación con el municipio de Parral. El concierto está inspirado en el poema ‘‘Finisterra”, la composición es del maestro Raúl García, director de la orquesta.
Ayer fue el estreno en el Teatro de los Héroes en la ciudad de Chihuahua, se cantaron canciones napolitanas e italianas a la memoria de mi padre. Son días cargados de emociones. Es increíble ver cómo hay ciertas fechas que nos marcan para siempre. La muerte deja una herida que nunca sana. Cambian las emociones, la manera de percibir la ausencia del ser amado. Quizá a la distancia se idealiza, pero la relación que tuve con mi padre el escritor nunca estuvo disociada de mi percepción. Lo admiraba como escritor e intelectual; lo acompañé en algunas de sus conferencias, en las presentaciones de sus libros y sus discos; lo amaba como el padre amoroso, alegre, sabio; claro que me regañó varias veces, pero la esencia del ser maravilloso que fue conmigo la conservo en mi corazón y es lo que me anima a seguir. No ha sido fácil. Vivir al cobijo de una figura tan grande e importante siempre lleva sus riesgos.
Ahora Parral se ha convertido en mi segundo hogar, con gente que me aprecia, amistades que quiero, las que he conservado en estos 10 años y las que he conocido recientemente. Quizá la memoria y la esencia de pertenecer a este hermoso desierto chihuahuense sea herencia de mi amado padre, Carlos Montemayor, el escritor.