urante el Salón dela Agricultura en París,inaugurado el 22 de febrero, un debate ocupa los medios de comunicación y la opinión pública en Francia sobre el trato a los animales. Debate iniciado a partir de la circulación de un video donde podían verse las lastimosas imágenes filmadas en un matadero (degolladero de animales llamado ‘‘rastro” en México), las cuales mostraban espantosas escenas de la masacre de bueyes y terneras degollados sin piedad por el sufrimiento animal ni respeto alguno por las reglas en vigor que rigen la conducta en los mataderos.
La cuestión de las relaciones entre las diferentes especies animales que pueblan la Tierra, de la cual la especie humana forma parte, debe considerarse con seriedad pues es reveladora del sentido real de los valores que fundan una cultura y una civilización. Un hombre puede aprender mucho sobre él mismo si observa de qué manera se conduce con su perro. Cabe recordar el episodio de la Odisea, el poema de Homero, donde Ulises, de regreso de la guerra de Troya a su palacio en Ítaca, sin ser identificado por ningún hombre y ni siquiera por su fiel esposa Penélope, es reconocido por su perro Argos. Prueba turbadora de fidelidad y de instinto que desafía las leyes de la razón y parece admitir que existen también lazos indestructibles entre los seres incluso si no pertenecen a la misma especie animal.
Cabe recordar la leyenda de Noé, personaje de la Biblia y del Corán. En el Génesis se relata la cólera de Dios ante la maldad de los hombres. Dispuesto a castigarlos con el Diluvio, decide salvar a Noé, un hombre justo. Para ello le ordena construir un arca donde podrá refugiarse con su familia y una pareja de cada especie animal. La tempestad durará 40 días. Sólo el arca flota mientras los habitantes fuera de ella, seres humanos y animales, mueren ahogados. Cuando el diluvio cesa, Noé echa al vuelo una paloma que regresa con una rama de olivo. Espera algún tiempo antes de enviarla de nuevo a los aires. La paloma no regresa, Noé comprende que la Tierra es de nuevo habitable.
Amistad, amor y otros lazos unen a seres humanos y animales. Según la historia, Calígula hizo construir una caballeriza en mármol y un pesebre en marfil para su caballo Incitatus. Le dio palacio, esclavos y mobiliario. Quiso nombrarlo cónsul. Ordenó silencio a su muerte, vísperas de los juegos del circo, pues no deseaba que nada perturbase su reposo.
Cervantes escribe en su Don Quijote: ‘‘cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría… y así después de muchos nombre que formó y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante, nombre a su vez alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que era ahora y primero de todos los rocines del mundo”. Piel y huesos, pero él sigue viéndolo como ‘‘mejor montura que los famosos Babieca del Cid y Bucéfalo de Alejandro Magno”.
¿Y qué decir de los besos de Nietzsche a un caballo? Último gesto filosófico y artístico nietzscheano, cuando, el 3 de enero de 1889 en Turín, se precipita sobre un caballo severamente golpeado por su cochero, lo besa, lo protege con su cuerpo, siente su soplo entrecortado y estalla en lágrimas: último sobresalto de Nietzsche antes del naufragio.
O del universo felino de Colette, quien consagra algunas de las más bellas páginas de la literatura a sus gatos: ‘‘el gato es un huésped y no un juguete”.
En su poema ‘‘Les Chats’’, incluido en Les fleurs du mal, Baudelaire elogia a estos amigos de la ciencia y la voluptuosidad: ‘‘grandes esfinges tendidas en el fondo de las soledades, / que parecen adormecerse en un sueño sin fin…”
Ante la desaparición de especies animales y el peligro de extinción de otras, osos polares y abejas entre tantas, existencias de las que depende la nuestra, no debemos olvidar que la comunión entre especies, del Diluvio al calentamiento global, es la condición a la vida.