l instinto de muerte freudiano es anterior a un desmando crítico, perpetuamente tornadizo, apresado en garras de eternidad.
Tratar de detener lo que se nos escapa, se nos va de las manos, en un laboratorio es cosa vana.
¿Es la materia la que permanece o la que se va, la que se transforma, la que se traspone? ¿Y las formas se pierden o, más bien, se repiten, se eternizan como anunciaba Sigmund Freud en su obra Más allá del principio del placer? Y da movimiento al instinto de muerte, a la crueldad, a la violencia y a la tortura.
Freud amplía la noción de sique y al lado opuesto de la razón halla el inconsciente y en oposición al instinto de vida encuentra el instinto de muerte y establece la posibilidad de concebir como parte constitutiva de lo humano, esa fuerza contraria a la razón, determinante para explicar lo que hasta entonces había quedado inaccesible a la ciencia.
Freud no es aceptado por la academia positivista propietaria de la ciencia, porque la ciencia es hija de la razón que no acepta al inconsciente, al no ser medible ni predecible ni verificable.
La estructura del universo se va descifrando por la actitud omnipotente del hombre que no considera límites físicos, ni sociales ni morales a sus actos, pues cree que es el mismo ser quien los inventó.
Sin embargo, tanto cientificismo que deja de lado a la sicología de las profundidades de Freud no ha podido, sino por el contrario, frenar la descomposición social y la violencia y la capacidad es la destructividad humana.
No es ignorando al inconsciente y a la parte ‘‘negra” que nos habita y constituye como lograremos, si es que todavía es posible, dar esperanza al futuro de la humanidad.
De nada ha servido la ciencia medible, precisa y aséptica que ha dado paso a la creación de tecnología de punta para crear armamento complejo para matar y aniquilar. Hartos estamos de escuchar discursos cargados de estulticia en los que se habla y se actúa desde la prepotencia imperialista de ‘‘bombas inteligentes” guerras (léase matanzas) preventivas. Ya no cabe el engaño.
A pesar de la manipulación y el uso alevoso y perverso de los medios de comunicación masiva, las imágenes de tortura no hacen sino constatar que hemos perdido el rumbo. Quizá aún haya tiempo de enmendar tantos errores. Pero para ello habrá que estudiar con más profundidad la naturaleza humana.