15 de febrero de 2020 • Número 149 • Suplemento Informativo de La Jornada • Directora General: Carmen Lira Saade • Director Fundador: Carlos Payán Velver

Editorial


Stan Laurel, "el Flaco".

Sirenas desde el anaquel

El viernes 24 de enero los comités consultivos de las secretarías de Salud y de Economía aprobaron un nuevo etiquetado para alimentos y bebidas no alcohólicas preenvasadas que incluye octágonos negros con leyendas que dicen lo que contienen, emplean la palabra “exceso” cuando hay exceso y en algunos casos establecen expresamente: “no apto para niños”.

“El nuevo etiquetado viola a todas luces la propiedad intelectual y el Tratado México, Estados Unidos Canadá. Fue una imposición tremenda. Estamos pensando en interponer amparos”, dijeron a coro los empresarios.

Curiosa industria la de alimentos procesados, que protesta porque en la presentación de sus productos se diga la verdad confesando de paso que los envases actuales son engañosos. Aunque no debiera sorprendernos, pues en las economías de mercado los envoltorios importan más que el contenido… y los envoltorios siempre mienten. Quién recorre los pasillos de la tienda departamental puede creer que es él quien mira y selecciona lo que necesita, cuando en realidad son las mercancías-sirenas las que desde los anaqueles le gritan, le susurran, se le insinúan…

“El nuevo etiquetado puede provocar una baja de 25% en el consumo de productos procesados por la industria”, reclamó alarmado Jaime Zabludovsky, presidente del Consejo Mexicano de la Industria de Productos de Consumo. Buena noticia, pensamos algunos, pues dado que la mayor parte de estos procesados responde a necesidades básicas, el 25% de lo que hoy se gasta en productos chatarra se destinará a bienes menos procesados, inocuos, saludables y más baratos.

Pero no será fácil. Hace unos días Iñaki Landáburu, de la Asociación Nacional de Abarroteros Mayoristas, informó que el año pasado las ventas de Walmart, que es con mucho la mayor cadena minorista de México, habían aumentado menos que las del resto de las departamentales y que las que más crecieron tampoco fueron ésas, sino las de los abarroteros mayoristas. De ahí, Landáburu concluye optimista que “la tienda de la esquina es y seguirá siendo la opción numero uno para abastecer buena parte de la canasta básica alimentaria”.

Hasta aquí la noticia es buena, pero se vuelve mala cuando el dirigente empresarial nos informa sobre lo que sostiene a las misceláneas: los productos cuya venta aumentó más el año pasado fueron los de Coca Cola, 24.1%; de Sabritas, 17.3%; de Sucarmex, 17. 3%; de Alpura, 13.1%. Por su participación total las empresas que más pesan son Nestlé, Gamesa, Kleen Bebé, Pisa (sí, el laboratorio castigado por la secretaría de Salud).

“Cuando llegué a la ciudad subí quince kilos”. Eso nos contaba en clase una alumna de sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana que hace unos años salió de la comunidad oaxaqueña en la que había vivido para residir en la capital.

Y nos platicaba de su vida en la sierra: “En el pueblo mi mamá, mi abuela y yo nos sosteníamos tejiendo sombreros de palma que nos pagaban a cinco pesos cada uno. Eso si no tenían amarres, porque si tenían, los devolvían. Entre las tres lo que más que terminábamos eran cincuenta sombreros a la semana”.

Cuando le preguntábamos cómo estaba eso de los quince kilos, nos explicó: “Es que aquí había mucha comida. Veía de todo: panes, sopas, dulces… Y no podía dejar de comer”.

Nuestra amiga ya bajó peso, pero otros no pueden. Recordé entonces lo que me había explicado hace años el doctor Abelardo Ávila, nutriólogo del Instituto Nacional Salvador Zubirán: “El que de pequeño fue desnutrido de grande tiene propensión a ser obeso”. Recordé también lo que al respecto había escrito Julieta Ponce: “En poblaciones con necesidades básicas insatisfechas, crecen los deseos de consumo por una motivación desde la carencia”. Es decir que estar demasiado flaco o demasiado gordo son males simétricos y concadenados.

De todo esto se habló hace exactamente siete años en este suplemento. Y como mi editorial de entonces aun me parece válido, reproduzco aquí sus partes sustanciales.


Oliver Hardy, "el Gordo".

El capital mata

El capitalismo es malo para la salud: a veces te adelgaza hasta los huesos y a veces te engorda hasta la obesidad, pero siempre te mata; rápido o despacio, pero te mata.

En el siglo XIX, conforme iba revolucionando la producción, el capital enflaquecía a las personas que le vendían su fuerza de trabajo; en el siglo XX, conforme iba revolucionando también el consumo, el capital engordaba a las personas que adquirían sus mercancías. Primero derrengándonos como productores y luego cebándonos como consumidores, el gran dinero toma posesión de nuestro cuerpo, se adueña de nuestro organismo, remodela nuestra biología.

Hace doscientos años, el arrollador avance de la producción mecanizada a costa de los talleres y la manufactura, daba lugar a grandes fábricas; usinas pasmosas que eran a la vez infiernos laborales en los que se consumía el nuevo proletariado industrial: una ajetreada muchedumbre que trabajaba más duro y vivía peor que el artesano y el manufacturero del viejo régimen.

En los años treinta y cuarenta del siglo XIX los obreros ingleses habitaban pocilgas, vestían harapos y trabajaban turnos de 16 horas. Si les iba bien comían papas, pan, tocino rancio y te; si les iba mal solo papas y te, y cuando estaban sin empleo se alimentaban de pieles de papa y verduras descompuestas que recogían de los basureros. La harina con que se hacía el pan de los obreros tenía yeso, y arroz en polvo el azúcar con que endulzaba su te el proletariado.

“Los obreros industriales -escribía Federico Engels en La situación de la clase obrera en Inglaterra, libro publicado en 1845- son casi todos débiles, de osatura angulosa, pero no fuerte, flacos, pálidos, consumidos…”.

En 1840, en Liverpool, la esperanza de vida de la clase alta era de 35 años, mientras que los obreros y jornaleros vivían en promedio 15 años, debido sobre todo a que el 57% de sus hijos moría antes de los 5 años. En sus años mozos el capitalismo mataba literalmente de hambre a sus trabajadores.

Y también se pervierte el consumo. Desde el siglo XIX, pero sobre todo en el XX, el tipo de oferta de bienes que genera la producción industrial, la organización del tiempo que impone en las familias el trabajo asalariado y la imperiosa necesidad propia de la acumulación capitalista de expandir constantemente la demanda para colocar su creciente producción y realizar sus ganancias, ocasionan una profunda remodelación del mercado de consumo final, de los hábitos del consumidor y de su propia sicología y fisiología.

Uno de los componentes mayores de esta mudanza es la de los alimentos, que sufren una progresiva transformación agroindustrial en la línea de agregarles valor, facilitar tanto su transporte como su conservación y atrapar a los consumidores en un mercado muy competido.

El resultado es lo que llamamos comida chatarra o comida basura: productos que por lo general contienen altos niveles de grasas, sal, condimentos y azúcares -que estimulan el apetito y la sed- así como conservadores, colorantes y otros aditivos.

Y también la forma de ingerirlos ha cambiado: se ha reducido el tiempo y densidad cultural del acto de comer imponiéndose la ingesta doméstica de platillos preelaborados, la oferta callejera de alimentos calientes y los restaurantes de “comida rápida”.

El resultado es una epidemia de obesidad de alcance planetario que comienza a expandirse al fin de la Segunda Guerra Mundial, empezando con los ricos de los países “desarrollados”, para seguir con los pobres de las metrópolis, luego con los ricos de la periferia, hasta llegar finalmente con los pobres de los países “atrasados”.

Junto con la financiera y la energética, la mundialización y estandarización de la comida chatarra es una de las características de la globalidad. Y su continua y acelerada expansión continuará pues es un gran negocio: en la primera década del tercer milenio las ventas de alimentos empacados generaban 2.2 billones de dólares anuales, y 532 mil millones de dólares la de refrescos.

Esto, a su vez, ha incrementado exponencialmente las enfermedades cardiovasculares, la diabetes, el cáncer y otros padecimientos crónicos. La paradoja es que en los países y regiones pobres el sobrepeso y la obesidad se combinan con la desnutrición y las enfermedades infecciosas se entreveran con las crónico-degenerativas. Hoy los orilleros del mundo podemos presumir de que, aunque nos seguimos muriendo de enfermedades de pobres ahora también nos morimos de enfermedades de ricos.

Flacos o gordos, las víctimas del capitalismo padecemos los viciosos hábitos nutricionales de un sistema perverso que en su hambre insaciable de materias primas devora a la naturaleza mientras que alimenta a sus hijos con basura. El capital mata. •