stá en curso una ofensiva en contra del gobierno como no se veía desde tiempos de Francisco I. Madero. Se desarrolla en todos los frentes. El mediático es el más visible y ruidoso –y uno de los más desequilibrados a favor de la oposición– con todas las noticias falsas, las distorsiones, las interpretaciones de mala fe y el empeño por mantener a la opinión pública anclada a mecánicas ya superadas. Ejemplo: el persistente afán de endilgarle a la Presidencia hechos y palabras que corresponden a la Fiscalía General de la República, el Legislativo o hasta el Judicial. Eso tuvo sentido en tanto esas instancias y poderes estuvieron supeditados de facto al Ejecutivo pero hoy la separación de poderes y la autonomía de la procuración son evidentes y comprobables en diversos episodios y desde Palacio Nacional se coordinan acciones pero no se da línea.
Más allá de la batalla por la opinión pública, la pugna entre el proyecto lopezobradorista y la resistencia oligárquica se libra en el ámbito administrativo, en el judicial y en los órganos legislativos. La segunda extiende sus acciones a terrenos más turbios, como el de la evasión fiscal por consigna, el huachicoleo de medicinas y quién sabe cuántos más. Es claro que para muchos de los detractores del actual gobierno –y beneficiarios del orden neoliberal y elitista que imperó hasta fines del año antepasado– los resultados insatisfactorios en seguridad y economía que registra el primer año de la Cuarta Transformación son la única munición sólida disponible y que sin ellos su discurso sería del todo irrelevante.
Otros buscan construir o acrecentar su legitimidad en forma más inteligente, capitalizando las justificadas impaciencias sociales que provocan la lentitud y las trabas en la aplicación de los programas sociales y las medidas de bienestar y la mediatez de los resultados. Adicionalmente, hay quienes defienden con todo descaro el espíritu democrático
, plural
y equilibrado
de un contexto institucional que fue diseñado para la exclusión cupular de las mayorías, que ha servido para garantizar que el grupo neoliberal pudiera ejercer un dominio institucional total y sin contrapesos. Es el caso de comisiones e institutos autónomos y entidades descentralizadas, instancias que hasta la fecha son dominadas en su mayoría por una burocracia tecnocrática carente del menor sentido de nación y de la más elemental sensibilidad social y política. Ese es, por ejemplo, el fondo de la disputa por el Instituto Nacional Electoral.
Un elemento central de estas pugnas es, por supuesto, el empecinamiento de los desplazados de mantener privilegios, prebendas, prácticas monopólicas y hasta sistemas de apropiación presupuestal (contratos, concesiones) casi abiertamente corruptos. Pero el conflicto tiene lugar en una pista paralela y simultánea: la de los símbolos y las identidades de clase. No se trata, ciertamente, de una contradicción como la que formuló el marxismo y otras corrientes del pensamiento social en términos de burgueses y proletarios sino de algo con raíces mucho más antiguas que, sin embargo, mucho define nuestra modernidad social: la confrontación entre oligarcas y plebeyos.
El ciclo neoliberal fue la gran venganza del nunca desaparecido espíritu porfirista contra la movilidad social y las políticas de redistribución del régimen posrevolucionario y el desarrollo estabilizador. En menos de cuatro décadas se instauró en el país un orden social estanco cuya cúpula no estaba distribuida en dinastías y casas reales pero sí en universidades privadas y pertenencias a tal o cual grupo de la oligarquía y cuya base fue condenada a permanecer en la miseria, la descomposición y la atomización. Entre ellas quedaron unas clases medias heterogéneas y sobredimensionadas por los criterios de clasificación (Si percibes seis mil pesos mensuales o más, eres de clase media
), sin garantías ni derechos y empujada a vivir en el desamparo del emprendedurismo
o en la competencia feroz y despiadada de la productividad que priva en los ámbitos de las grandes empresas. Hoy, esas clases medias se debaten entre el respaldo a la 4T, la rencorosa añoranza de los fantasmagóricos caminos al éxito que les fueron prometidos por el viejo régimen y el cinismo político puro y duro.
El hecho de que ahora se esté gobernando por y para los plebeyos no significa que se vaya a erigir guillotinas ni paredones, que se busque suprimir política o socialmente a los vencidos del primero de julio ni que se vaya a proceder a la estatización de la economía y a una oleada de nacionalizaciones. En la 4T hay un sitio para las clases medias y para la oligarquía misma –López Obrador no ha dejado de convocar a los grandes empresarios en los 14 meses de su gobierno para pedirles colaboración y para ofrecerles oportunidades de negocio– pero la dirección de los cambios está en manos plebeyas. Y ese hecho, tanto o más que la pérdida de privilegios económicos, es el que provoca tanta furia en la oposición oligárquica y en no pocos plebeyos que no saben que lo son.
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