nadie debería sorprender, pero la realidad es que la ruta de la Cuarta Transformación está poblada de dilemas insolubles a primera vista y de problemas que se acumulan. Sus adversarios, para usar su nomenclatura, aguardan la llegada de una ilusoria hora de la verdad, mientras la realidad inclemente sigue tejiendo panoramas tristes.
Si alguien ha jugado con la esperanza ha sido el Presidente, pero no así su movimiento, cruzado por el caos y el burdo agandalle. El señalamiento presidencial sobre sus veleidades no ha servido para nada y el escenario, más allá de sus trifulcas verbales, sólo ofrece hartazgo.
No se puede gobernar sin partido. Tampoco sostener un sistema plural sin formaciones partidarias que funcionen, busquen el poder y al mismo tiempo la estabilidad del sistema del que forman parte. Éste es el ABC del pluralismo representativo y su reproducción forma parte del inventario de las obligaciones de los partidos y sus respectivas coaliciones, clasistas o no, comprometidas con el mantenimiento de un orden que, conviene no olvidar, apenas representa el principio de todo orden democrático.
Este cúmulo de relaciones y compromisos, articulados por instituciones y organismos de gestión y control, como el INE o el Tribunal, supone un alto grado de responsabilidad de sus actores. Sin ello, el sistema no puede producir certezas ni coadyuvar a una estabilidad que quienes invierten, mucho o poco, reclaman como condición s ine qua non de su participación en el proceso económico fundamental. Por eso es del todo cuestionable aquello de que el crecimiento económico, sustento de la generación de empleos e ingresos y consumos, no importa.
Vivir en el declive económico no es una elección colectiva, menos racional. Nadie nos preguntó si queríamos un estancamiento duradero o sólo por un tiempo determinado. Mantener un país de más de 120 millones de habitantes y más de 50 millones trabajando o en busca de empleo, implica una enorme tarea de fomento y equilibrio que, sin la participación principal del Estado, es imposible. Por eso, nada más ni nada menos, es que importa, y mucho, lo que diga el jefe del Estado.
Qué y cuánto les corresponde a los privados y al gobierno es un asunto histórico y político siempre delicado que no encuentra nunca solución definitiva. Hasta ahora, no se ha encontrado mejor fórmula que la de una economía mixta donde los participantes acuerdan reglas y las respetan.
Buena intención, mejor deseo, pero de difícil concreción si, como es nuestro caso, no hay mayores visos de que vaya a configurarse ya un programa nacional de inversiones. Las frecuentes visitas de la patronal a Palacio Nacional son, para estos fines, del todo insuficientes.
Quizá la mayor falla de la democracia mexicana sea su incapacidad, o desprecio, para auspiciar acuerdos y definir finanzas públicas que signifiquen mejorías paulatinas, pero ciertas, para todos. Nadie está contra la ganancia derivada de la productividad, pero tampoco debe haber obsecuencia ante el abuso y la concentración del acceso al privilegio.
Ésta es, debería serlo, nuestra hora de la igualdad. De aquí la conseja, siempre desoída, de don Víctor L. Urquidi ya desde los años 60, la década de gloria del llamado Desarrollo Estabilizador: se requiere una política congruente y complementaria a la monetaria, que aumente impuestos con la finalidad de financiar las obras públicas por medios no inflacionarios
.
Para empezar a recorrer una nueva ruta de evolución política y económica es indispensable volver a los principios. Uno de ellos, como lo recuerda una y otra vez Carlos Tello, viene de Adam Smith, quien sostenía la conveniencia de que todos pagásemos impuestos, porque son la base insustituible del bien común. Junto con lo anterior repitamos: que los que ganan y tienen más paguen más, conforme a una progresividad obligada para empezar a darle contenido a la palabra solidaridad.
Esta sería la mejor ruta, tal vez la única, para llegar a una equidad social que nos encamine a una igualdad creíble y civilizada. Sin esto, no habrá ni cuarta ni quinta transformación y la democracia que tanto ha costado erigir aceleraría su deterioro para mal de todos, incluidos los pobres.