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Comprender, no sentenciar
L

a inmisericorde sucesión de gobiernos fallidos que acosaron a México durante el último medio siglo debe ser asimilada y comprendida para fincar sobre ella el futuro. En secuencia fatal, primero de un priísmo depredador, formalista y cínico; seguido de un panismo torpe, mal formado y fanático, dejaron un real monstruo devorador de valores, costumbres, personas y bienes. Su herencia no puede ni debe ser minimizada frente a la tragedia actual. La puntilla de esa infame sucesión política la dejó quien, bien puede, por fortuna, ser catalogado como el postrer priísta en hacerse del Ejecutivo federal: Enrique Peña Nieto. Tratar de diferenciar entre lo poco salvable y la avalancha de crímenes, inconsecuencias, latrocinios e ineficiencias burocráticas que dejó sembradas este priísta de presumido nuevo cuño, es tarea imposible. Preservar lo bueno y cambiar lo malo, como recomiendan los del paso lento y la continuidad, no es posible dadas las peligrosas inercias.

Desde el alocado y manirroto sexenio de Luis Echeverría, pasando por el que se consideró el último de la Revolución –J. López Portillo– los que siguieron por la ruta, ya bien delineada en sus contenidos, rituales y tendencias, fueron fieles artífices de esto que se puede llamar la tragedia nacional. Una monumental obra de despilfarros e incautación personal de enormes porciones de la riqueza, impunidades como regla dorada y traiciones democráticas. Las continuas maniobras fraudulentas impulsadas desde el poder negaron la voluntad popular de cambio. Así, se impidió la llegada de Cuauhtémoc Cárdenas (1988) y, después, de A. M. López Obrador (2006 y 2012). Costosísimas afrentas, a cielo abierto, sin tapujos que lo pudieran ocultar. Las deformaciones de la República quedaron protegidas y algo aún viene injertado hasta estos tiempos. En esas ocasiones, al votante le fue negada la oportunidad de enderezar el rumbo e iniciar la reconstrucción de su dolida patria.

No será tarea fácil ni exenta de tirones, errores y mal entendidos persistir con firme voluntad en el cambio de régimen iniciado por el gobierno moreno. Para ello hay que identificar lo que obstaculiza, las mil y una deformaciones insertas en el cuerpo nacional y llevar a cabo una remoción implacable. En seguida, imaginar la cadena de indispensables soluciones y la manera de concretarla, fincándose, para comprenderla y no sentenciar su fracaso inmediato, en el muy perentorio manejo de la temporalidad que requiere tan pesada obra.

Los adalides de un sistema cada vez más insostenible por sus dañinas consecuencias se empeñan en darle un empujoncito adicional a ese fatídico tinglado de connivencias y hurtos masivos –descarados y cotidianos– al patrimonio de todos los mexicanos. Lo hacen de manera indirecta contrariando cuanto se adelanta desde Palacio Nacional. De esta oblicua manera, las conductas criminales quieren verse detenidas de sopetón, este mismo año, catalogándolas como de la entera responsabilidad de AMLO. No se recapacita en las múltiples tareas y enormes recursos que harán posible, en plazo razonable, cambiar la tendencia, ya bien arraigada, de la desatada violencia. El crimen lleva décadas de crecer al amparo de un sistema malsano, con intensos alientos externos (consumo indetenible y trasiego de armas), entrelazado con el aparato económico, el policiaco y con el manto protector del poder público. Todos ellos funestos pero voraces agentes, directos beneficiarios de su hasta ahora sostenido crecimiento. La Guardia Nacional lleva apenas seis meses de incompleta operación y su desarrollo se ha sobrepuesto a numerosos escollos pero, sin justicia argumentativa y mucho inmerecido desprecio, se le condena al rotundo fracaso. La decisión gubernamental de rescatar el considerado ejército de reserva del crimen –la juventud abandonada– ha sido puesta en práctica pero necesita aquilatarse con la debida y justa paciencia.

La marcha de la economía es otro punto nodal donde se centra el ataque sistemático a las decisiones de AMLO. La marcada tendencia a la baja de la inversión, pública y privada, insertada desde tiempo pasado, viene condicionando el ritmo de crecimiento y lo mantiene bajo. Urge, además, contrariar la acumulación de la riqueza en las ralas cúspides y empezar, sin dilación, el reparto equitativo. Combatir la evasión fiscal y con­trolar el déficit, manejar bien el gasto, ajustar la burocracia a un plan de austeridad, elevar el salario, dirigir apoyos a la base excluida, concluir el T-MEC y mantener el diario contacto con la gente, son algunas de las prácticas seguidas. Falta consolidar todo ello con financiamiento y eficaz organización. La crítica de corto plazo no repara en este esfuerzo, cimientos ciertos para asegurar la voluntad de cambio.