veces sorprende la ligereza con que se echa mano y con fines diversos de términos que parecieran tener correlatos reales: liberalismo y comunismo. Pongo dos ejemplos. El primero se refiere a un libro escrito por Salvador Abascal, el padre del que fuera secretario de Gobernación en el gobierno de Vicente Fox. Su autor lo tituló: Juárez marxista.
El argumento para calificar a la figura central de la primera gran reforma de la república independiente es identificar su pensamiento con la afirmación de Karl Marx de que la religión es el opio de los pueblos. Presentar así la libertad de credo (Ley de libertad de cultos), que fue uno de los logros históricos de esa reforma, no deja de ser tramposo en un hombre que para defender a su religión como la única y verdadera frente a los que le han quitado algo de su poder terrenal se pone a escribir un libro.
El otro ejemplo tiene que ver con la prolongación de buenos deseos de año nuevo que un militante de la izquierda mexicana enviara a sus compañeros convocándolos a esperar en 2020 la consolidación del socialismo en México.
La mayor evidencia para un análisis elemental de la realidad mexicana es la que ofrece a grito herido un país capitalista subordinado a los países imperialistas de Europa y Norteamérica. Sin este dato cualquier especulación puede esgrimirse como argumento para suponer que ciertas medidas gubernamentales son una tendencia comprobable hacia el socialismo. Y si omitir esa irreductible evidencia resulta de una enorme vulgaridad, quien ve en módicas reformas fiscales o de gasto social una muestra de comunismo requiere con urgencia ser objeto de primeros auxilios mentales.
Del término liberalismo se puede decir otro tanto. Concluida su lucha por el poder y por el mercado, la burguesía triunfante contra el Estado absolutista regido por la monarquía no tuvo otra manera de justificar su origen revolucionario que con las teorías del contrato social y la consigna de la revolución francesa: libertad, igualdad, fraternidad.
El contrato social: abanico de interpretaciones de la concepción urdida por Thomas Hobbes, es decir, la existencia de una sociedad donde los humanos vivían en estado de naturaleza; pero como su egoísmo y codicia naturales los llevaban a desear lo que era de otros resolvieron, mediante un pacto, superar esa condición pugnaz creando una entidad llamada Estado cuya finalidad sería resolver, con sentido de justicia, la situación de guerra de todos contra todos y evitar así que el hombre fuese el lobo del hombre. Ningún arqueólogo ha dado cuenta de que esa sociedad silvestre haya existido. Sin embargo, todas las instituciones del Estado que conocemos se erigieron sobre ese mito.
La teoría hobbesiana fue replanteada por los revolucionarios franceses, y la que Locke elaboró por los estadunidenses, ambos dándole la vuelta a la primera. En vez de otorgar todo el poder unipersonal al soberano en la figura del rey/monarca, ahora sería un ente colectivo llamado pueblo el titular de esa soberanía. Pero hete aquí que la demasía demográfica hacía imposible que los miembros de la nueva sociedad optaran por la autogestión para gobernarse. Y sus conductores establecieron, sin mayor consenso, que no había otra forma de gobierno que la de la democracia representativa. Desde entonces, las peores oligarquías y dictaduras han decidido sobre el soberano colectivo a nombre de esa democracia.
En la práctica, el liberalismo no tuvo otra dimensión real que la económica. La libertad siempre estuvo acotada por lo que esta dimensión le permitía. La burguesía pronto halló la propaganda para hacer valer sus ideas. Mediante el plusvalor en la actividad productiva, y en el alza sistemática de los precios, la igualdad fue quedando como un faro sin luz. Y a la hermandad no se le encontró otra viabilidad que la de un trato asimétrico y atenuado en mínima medida por la pertenencia a un grupo muy específico.
Producto indiscutible de las revoluciones burguesas emblematizadas por la de Francia y la de Estados Unidos es la libertad –o la mayor libertad disponible– del mercado. Una abstracción para no mencionar al capitalismo y sus propietarios. En el liberalismo del siglo XIX y hasta los años treinta del siglo XX, la ambición de lucro fue despiadada. Hombres, mujeres, niños y ancianos fueron sometidos a las peores condiciones laborales y sociales, según lo prescribía David Ricardo, uno de los clásicos del liberalismo económico. Prescripción que más tarde, y con mayores instrumentos técnicos
, rediseñaría el taylorismo. De esa manera, el liberalismo político se vio afectado en su retórica. El neoliberalismo fue más lejos y lo dejó ayuno de contenido. Sobre todo si se habla de igualdad, vocablo mixtificado, primero, y abandonado después. La distopía del liberalismo se muestra sin aderezos. El capitalismo ha creado en el mundo la mayor desigualdad, y por tanto la mayor miseria, según palabras no de un socialista (y menos un comunista), sino de Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía.
Asomos de comunismo han aparecido en grupos pequeños y aislados. Así que sigue siendo una utopía lejana, pero válida.